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El último de los herreros

La herrería que sobrevive en Villavicencio


Eduardo Torres Parrado, de 70 años, lucha por mantener el fuego de la tradición de la herrería en el departamento del Meta.


Eduardo Torres Parrado, heredero de la herrería en Villavicencio. Fotos: Óscar Bernal / Agenda Hoy


Hace unos 120 años bajó de Quetame, en Cundinamarca, uno de los primeros herreros de Villavicencio para instalar su casa y taller a orillas del caño que le rinde honor a su apellido, en el sector de El Resbalón.  Antonio Parrado forjaba hierro, fabricaba escopetas y marcas, aquel instrumento con el que se quema el cuero del ganado para identificar el animal y cuya tradición se rehúsa a extinguirse, ahora, en manos de uno de sus nietos.

“Aquí funcionaba una herrería, una peluquería, una carpintería, era el taller del pueblo, donde hacían todos los oficios. Mi abuelo empezó con eso, después siguió mi papá y yo. De pelado me la pasaba ayudando. En ese tiempo existía el famoso fuelle, que eran unas tablas con cuero, las abría y botaba aire, uno le ayudaba. Cuando entré a estudiar a la Industrial complementé con la técnica”, explica Eduardo Antonio Torres Parrado, de 70 años.




Él, junto con su hermano, son los herederos. Trabajan el hierro y las aleaciones de metal a temperaturas cercanas a los dos mil grados centígrados, con la esperanza de que el fuego de la tradición no se extinga. Nunca se casó ni tuvo hijos.

“Tenemos dos sobrinos, pequeñitos, ellos vienen  aquí, como lo hacíamos nosotros en la infancia. Molestan con varillas, las martillan y le dan vuelta a la forja”, cuenta, mientras prende el horno con el carbón que trae cada año desde Cogua, en Cundinamarca — una tonelada, aproximadamente, en cada viaje—.


Marcas.


Se prepara para darle forma a una de las marcas que le ha encargado el Comité de Ganaderos del Meta. Es una serie combinada de letras y números, muy diferentes a las que solía forjar su abuelo y, luego, su padre. Estas últimas son llamadas marcas caprichosas, no registradas, por lo general, con figuras de perros, osos, teléfonos, conejos, corazones o cualquier símbolo de importancia para el ganadero.

Muchas de esas marcas fueron calentadas para plasmar sus huellas en una vieja puerta de madera que cuelga en la pared del taller. Es uno de los recuerdos de su abuelo, quien además de herrero fue ebanista.


La ventana y la puerta de la herrería tienen las figuras de algunas marcas.


“Yo miré la puerta y empecé a ponerle figuras de marcas caprichosas. Decían, póngale la marca mía, entonces, se llenó de símbolos”, recuerda el herrero. Luego hizo lo mismo con ventana y puerta principal del taller.

En una época todos querían tomarse fotos junto a ellas o pedían que sus marcas estuvieran allí. La noticia hizo eco. Cuenta que llegaron funcionarios de Casa de la Cultura de Villavicencio para tomar fotografías que luego imprimieron en afiches. Fue la mejor publicidad para el taller, en su momento.

El lugar es además un bien cultural de la ciudad. Algunas de sus paredes conservan los ladrillos de adobe pegados con barro y las tejas de zinc. En la época de su abuelo los clientes llegaban a caballo y el agua del caño era cristalina. “Hace más de cien años esto era un solo lote, pero luego de los avances urbanísticos hicieron una calle y el terreno quedó dividido en dos”, explica. Por eso, frente al taller queda su casa, las más colorida del sector.




Cuando se le pregunta por el fin de la tradición, empieza a citar los nombres de quienes son sus mayores clientes. Los Pan, los Braidy, los Delgado, los Umaña, los Vargas, los Rojas… Hay algunos, agrega, a quienes les gusta ver sus marcas en el ganado desde el avión, y entonces, sentencia con una frase: “Mientras haya ganado para marcar siempre habrá marcas para hacer”.


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