Los secretos del poeta Eduardo Carranza
Marzo 21 de 2017
Eduardo Carranza
Fernández quiso pasar la última hora de su vida en un balcón de Segovia, en la
madre patria que tanto amó, o en el balcón crepuscular de
Cáqueza, pequeño pueblo andino, pero la muerte lo alcanzó en Bogotá el 13 de
febrero de 1985. No fueron tampoco los Llanos Orientales los que se colaron en
sus últimos deseos sino el pueblo de Sopó, en Cundinamarca, donde reposan sus
restos mortales junto a los de su madre, esposa e hija.
Allí pidió ser sepultado y hasta casi esculpió su propio epitafio.
Eduardo Carranza en una finca de los Llanos Orientales. Foto: Archivo Carranza / Biblioteca Nacional. |
Sólo vivió dos
años de su vida en los Llanos Orientales, aquellos a los que regresaba en prosa y poesía a través de las metáforas que
dibujó en sus obras, pero en realidad el contacto físico con Villavicencio
únicamente ocurrió en sus primeros años
de vida y luego por invitaciones a
homenajes y reuniones. En la senectud de su vida le tuvo pavor a los viajes
desde el centro del país hasta la hoy
capital del Meta, siempre criticó el
estado de la carretera. “Me moriré y no la veré terminaba”, repetía el poeta.
Nuestro poeta, el más insigne de todos, “el último poeta nacional
o popular de Colombia”, como lo dijo Juan Carranza, su hijo, pero que el 23 de
julio del 2013 en Villavicencio durante la celebración del que dicen fue el
centenario de su natalicio, recibió un homenaje a puertas cerradas con
presidencia abordo, tuvo una infancia marcada por la desigualdad, incluso,
dentro de su misma familia. Durante su
infancia fue pobre entre los ricos. Tuvo que salir de las sabanas de Apiay a
refugiarse con su madre en Chipaque y Cáqueza, Cundinamarca, después de tener
que dejar Apauta (vereda del municipio de Guataquí), a orillas del Magdalena,
por la agonía de su padre. De hecho, su poesía no se gestó en el Meta sino a
orillas del río Magdalena, en una hacienda de su familia. Allí floreció, a sus
cinco años, el sueño poético, mientras la “prehistoria” de su poesía la cultivó
en Ubaté y la madurez, en Bogotá y España.
Lo paradójico
fue que el paisaje llanero, los grandes ríos, la cordillera estelar de los
Andes, como lo repetía en entrevistas, fue la” savia azul” que maduró además de
su corazón la poesía, la misma que se arraigó en los primeros años de vida.
¿Pero por qué si Carranza solo vivió hasta los dos años en Villavicencio, pasó
largas temporadas sin visitar al Llano y la última vez que pisó las sabanas y
los morichales de la región fue dos años antes de su muerte, entonces siguió amando en silencio su tierra y escribiendo sobre ella, por lo
menos en la primera parte de su obra? La respuesta está en sus primeros años de
vida, aquella época de la que muy pocos han escrito y a la que Carranza describió
así:
“Yo fui un niño de campo y de pueblo. Tener uno sus raíces en el
campo, y en el pueblo, haber jugado con boñiga y haber encerrado terneros a las
cinco de la tarde y haber montado en pelo en los caballos y haber tomado
postrera en totuma y haber querido una vaca y haberse arañado cogiendo moras
sobre las cercas, todo eso es importante”. [i]
Carranza (-) 365
El día que nace Eduardo Carranza (23 de julio de 1913, en Apiay,
Villavicencio, una fecha que se desvirtúa con algunos de sus documentos
personales), Villavicencio continuaba en el proceso de recuperación de una
época de enfrentamientos religiosos y militares originados durante la Guerra de
los Mil Días, así como de una serie de incendios registrados en 1871 y 1890. El
municipio estaba aislado de la capital de la República y los viajes se hacían
en mula por caminos de herradura. Todavía se escucha hablar del mito de
Encarnación o Sansón, un hombre que transportaba sobre su espalda a los
enfermos hasta Cáqueza, Cundinamarca, para luego conducirlos en vehículos hasta
Bogotá. Dos años atrás, el primero de noviembre de 1911, se había fundado el
hospital Montfort.
La familia Fernández era una de las más adineradas de la época,
tenía la posibilidad de beneficiarse de los servicios médicos, pero Eduardo
Carranza, como lo relatan sus familiares tuvo que nacer bajo los cuidados de
una partera en la finca La Esperanza, en Apiay. Nadie lo comprueba, parece no importar
si nació en Villavicencio, Bogotá o en pueblos de Cundinamarca, aunque haya
sido allí de donde vino la descendencia familiar, ni menos les importa su
incierta fecha de nacimiento. Al fin de al cabo, cambiar la fecha de su
natalicio fue una constante en el poeta.
Una mentira piadosa de su madre Mercedes en 1925 lo ratifica.
Luego de ganar para su hijo una beca en la Escuela Normal Central de
Institutores de Bogotá, institución a la que solo ingresaban mayores de 15
años, madre e hijo, planearon una estrategia: decir que su fe de Bautismo se
había quemado en los archivos eclesiásticos de San Martín de Los Llanos. Fue
así como el joven Carranza con 12 primaveras encima se convierte en estudiante
de magisterio.
En este pasaporte se lee claramente que Eduardo Carranza nació en Bogotá en julio de 1912. Y no en Villavicencio en 1913, como dicen sus biógrafos,. |
Durante toda su vida, o por lo menos en la última etapa de ella, Carranza viajó por Chile, Venezuela, Argentina y España, con el rótulo de haber nacido en Bogotá D.E. en 1912 y no en Villavicencio ni en 1913, como han escrito biógrafos, críticos y su misma familia. Sus pasaportes, algunos diplomáticos, entre 1976 y 1984, revelan su edad. Los documentos fueron donados, entre miles de cartas, a la Biblioteca Nacional, pero el nieto del poeta e historiador Jerónimo Carranza, quien los guardaba desde años atrás, no ocultó las fechas como sí lo había hecho antes la hija del poeta, María Mercedes Carranza. Ella dejó caer tinta sobre algunos pasaportes, que hoy reposan en el archivo de la Biblioteca Nacional y en la Casa de la Cultura de Villavicencio, para ocultar la verdad. Y es que los poetas tienen sus supersticiones. El de Carranza fue el gusto por el trece.
Para ocultar el año y lugar de nacimiento, familiares del poeta derramaron tinta en sus documentos. |
“Él decía que el 13
era un año de buena suerte, entonces por eso, por ejemplo, María Mercedes le
respetó que a él le gustara que era el año 13, eso no tiene mayor importancia”,
confesó Juan Carranza, luego de ratificar que la cédula de su padre dice que
nació en 1912. El mismo año aparece en
la “boleta” de inscripción para solicitar lo que parece ser la libreta militar
y que reposa en la Biblioteca Nacional de Colombia, en Bogotá.
No hay que ir muy lejos para confirmar que 1912 fue el año de su
natalicio. En el escrito en prosa ‘Mercedes
y Januario’, Eduardo Carranza recuerda que su padre murió a los 33 años, el 24
de enero de 1918. Escribe además que
tenía cinco años. Es decir, para julio de 1918 ya había trascurrido seis
calendarios desde su nacimiento.
Sin embargo y pese a las incongruencias del lugar de nacimiento,
no hubo necesidad de que Carranza habitara los Llanos porque los llevó en la
sangre. Su familia materna, los
Fernández, trazó el destino de Villavicencio y pista de ello quedó escrita en
el primer libro de bautismos de la Catedral de Villavicencio, en 1852. El
primer párroco del pueblo, Manuel Santos Martínez, redactó la ‘Historia de la
formación de este lugar de Villavicencio’. En ella cuenta cómo a través de San
Martín, Quetame y Fosca, algunas familias llegaron atraídas por la fertilidad
de la tierra y los mariscos, entre ellas los Fernández, en 1841, un año después
de que se instalaran los primeros pobladores, que le dieron el nombre de
Gramalote.
Antes del nacimiento del poeta, la
familia materna vivió en la mejor casa de Villavicencio, ubicada en la plaza
central, “donde se
levantó después el Palacio Episcopal y la Casa Cural”. Allí, la gente de la
época comentaba de la sala de piano de los Fernández, aquel piano de Pleyel que
llegó desde Francia hasta Colombia y cruzó los navegables Meta y Orinoco hasta Puerto Banderas –hoy
Puerto López-, gracias
a la primera casa importadora de mercancías fundada por la familia Convers.
La casa de los
Fernández fue consumida por un incendio registrado en 1890 y a raíz de la
tragedia, la familia se tuvo que mudar a una de sus propiedades, entre Apiay y
Pompeya. Allí quedaba la hacienda
La Esperanza y sus primeros propietarios fueron Manuel Fernández Gámez y su
esposa Mercedes Rojas Rodríguez, abuelos de Eduardo Carranza. En la hacienda,
también vivieron los tíos del poeta: José Manuel, Pilar, Adela, Celia, Julia,
Felisa, y su madre Mercedes. Fueron siete hermanos.
Tras la muerte
de Manuel Fernández Gámez, la
propiedad pasa a dominio de su hijo José
Manuel Fernández (tío del poeta), el 6 de enero de 1899. “Era el jefe de la finca, el
único hombre, entonces él manejaba esa finca grande, casi hasta Puerto López”,
relató Fernando Rojas, primo del poeta. En la escritura de la propiedad aparece
que las fincas que colindan
con La Esperanza, hoy Tanané, son la Bañadera y Gibraltar, que pertenecieron a
Felisa y Adela Fernández, tías del escritor.
Se dice que en esta casa en Apiay vivió Eduardo Carranza. |
Según lo
anterior, solo hubo tres tíos herederos de tierra, el resto - Pilar, Celia,
Julia y Mercedes, madre del poeta- no habría corrido con la misma suerte. Sin
embargo, Juan Carranza, hijo, dijo que recibieron una herencia por igual de
$5.000 pesos, que para la época era “un infierno de dinero”. Algunos, agrega,
se casaron bien, por ejemplo Pilar contrajo matrimonio con uno de los hombres
más ricos que vivió en Villavicencio, el señor Luis Convers, de los fundadores
del sector de El Buque y
de la primera casa importadora de mercancías
fundada en la ciudad.
Pero el caso de la madre del poeta fue
distinto; en uno de los viajes a la finca de veraneo ‘Las Islas’, de su hermana
Felisa en Guataqui, Cundinamarca, cerca al Magdalena, conoce a Januario y de
esa relación nace Eduardo Carranza Fernández. Eso cambiaría la vida de lujos
por una de necesidades económicas. “El problema de mi padre es que a los cinco años quedó huérfano,
entonces la madre de él, con esos 5.000 pesos que había recibido 10 años antes
de que muriera el marido, se los fue comiendo. Entonces, ellos fueron niños
pobres, mi padre, los hermanos de mi padre fueron unos niños pobres”, repitió
Juan Carranza.
La primera vez que Carranza montó a caballo no fue para acompañar
a su padre a una faena de trabajo de Llano, sino para alejarse de la tierra
plana. A los dos años, le contó el poeta a su amiga y escritora Gloria Serpa,
“se habían trasladado papá y mamá Carranza con el tierno Eduardo de dos años,
por un camino largo y serpenteante que subía y bajaba montañas y precipicios. A
lomo de mula o de caballo, entre una canasta acolchonada, el niño se desplazó
en su primer viaje bajo el sol inmisericorde de la zona tórrida ecuatorial”.
Su madre decide abandonar los Llanos Orientales en compañía de su
esposo y buscar mejor fortuna en el pueblo donde nacería la poesía del
precursor de Piedra y Cielo, en Guataquí, Cundinamarca. Allí floreció su primer
recuerdo de infancia a bordo de una canoa por el amarillo y espeso río
Magdalena y al son del tiple, la bandola y la guitarra.
“Entonces vi un pájaro de
diversos colores que me produjo una impresión fortísima. Desde entonces ese pájaro vuela tantas veces
por mis sueños convertidos en una imagen lírica de mi infancia y de mi poesía.
Un símbolo eterno del paraíso perdido de mi niñez”, dijo el escritor en
entrevista con el periodista Julián Cortés Canavillas, de ABC.
En su primera infancia disfrutaba oír a su padre entonar
habaneras, género musical cubano que recorría la vieja casa blanca, y a su
madre cantando tonadas arrulladoras. El poeta siempre recordó el limonero y el
árbol de cerezas sembrado en el patio de aquella casa, en la que la salud de su
padre, un intelectual frustrado que tuvo labrar la tierra por capricho de sus
familiares, se iba deteriorando poco a poco. De no haber sido por la triste
historia y muerte del padre cuando el pequeño tenía seis años, tal vez Eduardo
Carranza no hubiera llenado su obra con metáforas del Llano sino con el paisaje
del Magdalena ni hubiese nacido la inspiración del Sol de los Venados, tampoco
se hubiera apegado tanto a la figura de la mujer, de su abuela, su madre y su
tía Julia, con las que durante su madurez y sus viajes de poeta y diplomático
se cruzó decenas de cartas impregnadas de amor y melancolía.
El mismo poeta escribió parte de su biografía en prosa, una de
ellas titulada Mamá Lucía. Fue una dedicatoria a Lucía Barragán de
Carranza, la abuela paterna, hija del guerrillero tolimense Juancho Barragán
y esposa de Ángel María Carranza, el
hombre que fundó la hacienda Apauta en la que el insigne poeta comenzó su
inspiración literaria, a orillas del río Magdalena y cerca de Guataquí,
Cundinamarca: el abuelo le leía cuentos y
escuchaba las lecturas de su padre, entre ellas las de Renan, Barrés,
Nieztsche, D’Annnzio, Verlaine, Ruben Darío y se asombraba con los versos de
amor que su padre le enviaba a Maruja,
como le decía de cariño a Mercedes Carranza, madre del poeta.
En aquella hacienda, el pequeño no vestía de poncho sino de ruana
blanca, no comía mamona sino lechona, sancocho de gallina, blanco mute,
chanfaina… Como si estuviera en los Llanos, ordeñaba a Flor de Haba, así se
llamada su vaca, como la flor de pinticas blancas y negras, y tomaba leche en
totuma: “cuatro o cinco vasos entre dos luces”, escribió el poeta en ‘Mamá
Lucía’. Allí se desarrollaron sus primeros recuerdos campesinos. A los tres
años, relata la investigadora Gloria Serpa-Flórez de Kolbe, comenzaron sus
conocimientos del caballo. A ella, el poeta le dijo que lo “montaban amarrado.
Lucero, brioso, parecía de azogue”.
Hasta ese momento no importaba que no tuvieran el dinero que le
sobraba a los Fernández en Villavicencio, el pequeño Eduardo tenía una infancia
feliz, pero todo empezó a cambiar desde el día que su abuela Lucía le contó un
sueño visionario: “cuando una mañana vio descabalgar a mi padre quien en el
mismo momento se moría en un pueblo lejano…iba a despedirse de su madre y de la
vieja, de la blanca, de la querida casa de Apauta”. Y así fue.
Andrés Molano Téllez
Director Agenda Hoy
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