La historia de Chon
Su bisabuelo huyó en
barco de una guerra en Japón y encalló en las playas de Barranquilla desde
donde esparció su estirpe. A mil doscientos kilómetros de allí, en la pequeña
vereda de San Ignacio —tierras agrícolas del municipio de Granada (Meta)—, Angelino Chon Díaz confiesa
que uno de sus sueños es cruzar el océano en busca de dos generaciones pérdidas.
Angelino Chon, campesino de la vereda San Ignacio de Granada (Meta-Colombia). |
A unos cuantos metros
de su hogar, en medio del campo en el que se divisa un cultivo de maracuyá y
otros cuantos de cítricos, recuerda que así como lo fue su bisabuelo, él
también es un migrante. Su familia huyó de la violencia interna de Colombia y
resultó desplazada hacia los Llanos Orientales cuando el pequeño Chon contaba
cuatro primaveras.
—Y usted cómo
pronuncia su apellido —le pregunto.
—Chon —repite dos
veces— Chon, Chon, sin g. Mi apellido es como suena, el apellido es japonés,
pero mi abuela cuando registró a mi papá le quitó la g, porque el apellido es
con g, a lo último.
— ¿Y conoce Japón?
Me gustaría ir a
distinguir la otra familia, aquí en el país hay dos familias Chong, una es
Isabel Chong, que está en Bogotá. Cuando yo la distinguí estaba bien, pero ella
tiene un problema de familia, que llegan a cierta edad y se quedan ciegos… No
conocemos más porque el bisabuelo llegó hace tanto tiempo y muy joven.
Pero a Angelino no lo
tratan de japonés ni le juegan bromas por su ascendencia. Lo conocen como Pacho.
—Mi papá se llama Angelino,
como yo, y para no decirme tocayo, porque ya había uno, y era muy malo y pelión,
me empezaron a decir Pacho.
Su piel está curtida
por el sol y su rostro conserva algo de esos ojos rasgados de sus antepasados,
pero sus manos reflejan la laboriosidad del campo colombiano.
El invierno hoy azota
sus cultivos, amaneció con el agua hasta la cintura y la cosecha de maíz no ha podido
salir por derrumbes en la vía que conduce al centro de la capital del país. La misma
vida de Chon ha sido un invierno. Cuatro de sus hermanos sufrieron muertes
violentas y la zona donde hoy se encuentra fue víctima de grupos armados, de
extorsiones que incluso otros campesinos aseguran que aún se presentan, en
menor grado, pero ocurren. No confirman si es delincuencia común o rescoldos
del paramilitarismo.
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Chon también fue un
insaciable bebedor de licor pero ahora ni lo puede oler. Siente repudio.
—A mí se me arrima una
persona que esté tomando y el solo olor del trago me pone maluco, me agarra
malestar, desaliento, bostezadera, y en ocasiones me manda a dormir, me toca dormir
diez minutos … y pues gracias a mi Dios, porque el trago no trae nada bueno —es
consciente.
Y no es para menos. A causa
del licor uno de sus hermanos sufrió de pancreatitis y una medicina para el
dolor abdominal lo mandó a la tumba. El segundo, escolta del expresidente
Pastrana, casi que jugó a la ruleta rusa en una noche de copas. Sacó su arma de
dotación, quitó el proveedor pero olvidó el aniquilador tiro de la recámara. Un
día de las madres, al tercer hermano le entró el amor pero por su novia y viajó
a visitarla. En el camino estrelló por detrás un carro y de este bajaron unos ‘paracos’
y sin mediar palabra segaron su vida. Y al cuarto, policía en Medellín, le
dispararon en el pecho cuando llegó al sitio de un atraco.
—Pero aquí le seguimos
jalando a la agricultura —cambia el tema—, seguimos haciéndole honor al campo, porque el
campo es la vida. Yo me fui un tiempo para Bogotá y me fue bien, pero nunca me
amañé. Porque allá los domingos se levantan a las diez de la mañana, hacen algo
de desayuno, se acuestan y siguen viendo televisión. Luego se levantan,
almuerzan y vuelven y se acuestan.
En cambio aquí, en el
campo, los domingos se despiertan a las cinco de la mañana, van a misa a las
seis, compran la carne del desayuno, sacan los niños al pueblo a comer helado y
vuelven a casa a compartir y a planear la semana.
—Pero allá —agrega— se
levanta uno a las seis y se encuentra uno con todo cerrado, sino coge a
Monserrate o a la ciclovía, qué más va hacer, no encuentra nada abierto, es un
problema para los que le gusta madrugar.
Angelino Chon
administra algunas tierras de la Fundación San Cipriano en las que siembra y
cosecha de la mano de jóvenes en proceso de rehabilitación, aquellos que han
caído en el infierno de las drogas y en el alcoholismo que tanto persiguió a
ese campesino con aire japonés. Durante todo el año se cosecha yuca y plátano,
pero hoy están sacando naranja, mandarina, zapote, maíz y arroz, hasta donde el
invierno permite. Eso mantiene a los adictos alejados de sus vicios.
—¿Pero el trabajo duro
del campo no los obliga a consumir más?
—Siempre va haber
gente que quiera trabajar, porque la misma condición social los va enviar a eso.
En la ciudad se está aguantando mucha hambre, de allá llega gente que no ha
trabajado, pero por la condición están aprendiendo… Hay personas que sí las
quieren dejar y no han tenido la oportunidad. Hay gente que sabe que el daño
que se hicieron, y le hicieron a sus familias, es grande. Ahora le dan gracias
Dios.
Y Chon también le
agradece al campo, se siente orgulloso de ser campesino, de labrar la tierra.
— Gracias a nosotros
las ciudades tienen alimentos y a muchos les da pena que les digan campesinos, a
nosotros no, para nosotros es un estatus más alto —concluye con un sonrisa que
achina sus ojos algo japoneses.
Andrés Molano Téllez
Agenda Hoy
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