NUEVO
Loading...
#AgéndateVillavicencio: Si tienes algún evento cultural que quieras difundir, puedes escribirnos al correo agendahoyco@gmail.com

De regreso a la tienda del chino de los mandados

La historia detrás de la más famosa canción de Walter Silva

Junio 10 de 2018


Viajamos hasta La Plata, tierra de inspiración del cantante Walter Silva. Conocimos a la mamá del chino de los mandados y la historia que hay detrás de la famosa tienda que evoca la canción.

Walter Silva en la tienda donde solía hacer los mandados, en la Plata, en Pore (Casanare). Fotos: Óscar Bernal / Agenda Hoy.


Antes de llegar al municipio de Pore, por la vía que conduce a Trinidad, en el departamento de Casanare, se alza en el horizonte la vereda La Plata. Allí, en medio de una sabana en la que los palos de mango adornan el paisaje y las garzas danzan en el aire, nació el cantautor de música llanera Walter Silva, nominado en dos oportunidades al Grammy Latino.

Agenda Hoy viajó hasta allí para conocer la historia de la más famosa de sus canciones, El chino de los mandados. Lo encontramos en la casa donde vivió su adolescencia. Walter Silva nos recibe con marrano sudado y chicharrón, un banquete que el mayor de sus cuatro hermanos acaba de preparar. 

Casa de crianza de Walter Silva durante su adolescencia, en Pore (Casanare).


La vivienda está cubierta de humedad, es un lugar humilde de pisos rojos con un jardín en tierra rodeado de palos de mangos. A ese sitio se mudaron cuando Walter tenía menos de quince años. El miedo por la violencia que se vivía en la época los obligó a salir de la zona rural, del caserío de La Plata. Ya todo ha cambiado. Incluso, a unos cincuenta metros de donde estamos sentados, está la casa que compró cuando empezó a ‘pegar’ con canciones como A que te dejas querer y Ríos de trago. La casa ocupa toda una manzana, mide unos 1.800 metros cuadrados y está en proceso de  convertirse en un centro de interés cultural.

Allí también se gestó la canción más famosa del casanareño: El chino de los mandados. Fue la primera composición que hizo para su madre, doña Carmen Luisa Gutiérrez. Ella es profesora retirada, enseñó durante más de cuarenta años en casi todas las veredas de Pore y se pensionó en Yopal, la capital de Casanare. En las clases de primaria enseñaba canto, canciones colombianas, de Jorge Villamil, entonaba Pueblito Viejo o Los Guaduales. En La Plata conoció a Víctor Ramón Silva, con quien tuvo a sus cuatro hijos, un hombre robusto, de campo y que luego se dedicó a la construcción.

Walter Silva y su madre Carmen Luisa.


Un día de las madres su hijo llegó a casa con la mezcla final, conmovido y con unas cuantas cervezas en su cabeza, y con ese sentimiento de agradecimiento hizo sonar la canción frente a doña Carmen. Vinieron las lágrimas. Por eso, nunca más, a manera de serenata, le volvió a cantar a su vieja, salvo en un par de entrevistas que le han hecho. 

La canción es un recuerdo nostálgico de su infancia. En aquel entonces, su padre no vivía en casa. Doña Carmen recibía su sueldo cada mes, pagaba sus deudas y luego, de nuevo, sin plata, por eso, el pequeño Walter iba por los mandados y pedía fiado.

El cantante hace memoria y relata la esencia de aquel tema: “La canción dice y reza que nunca nos acostamos sin cena, porque existía, todavía, lo bonito del campo, a veces usted mataba una gallina o le llegaba por lo menos una pata de un vecino. Nosotros nos criamos con una necesidad absolutamente justa, no aguantamos, sería un pecado decir que aguantamos hambre, sería un pecado con mi mamá.  La señora de la tienda, pues, toda la vida, muy bella pero delicada, que la cuenta muy grande, y todavía molesto con eso, que donde está la cuenta. Si yo voy a la tienda, en mi subconsciente siento que huele igual a hace 38 años, cosa tan absurda, la tienda tiene dos puertas de entrada, no tiene salida, entra uno y sale por ahí mismo, increíble, yo siento que huele igualitico, la cabeza es una vaina muy arrecha”.



Cuando grabó la canción, en 2010, pasó desapercibida. Pegó primero en Venezuela y luego entró por Arauca. Uno creería que el punto cumbre de un parrando llanero, por las copas de más, es Ya no le camino más, pero Walter Silva confiesa que es El chino de los mandados, su preferida, aunque no lo diga, se nota. 

“En el mismo CD está No hay como la mamá de uno, pero esa la hice más como joder con despecho y esas vainas”, agrega, mientras pone a sonar la canción en su celular. Es el video que grabó en vivo de su presentación en el Torneo Internacional del Joropo de 2016. Su mamá lo mira de reojo, sus ojos brillan.



Doña Carmen, de cabellos blancos, viste hoy de traje largo en denim azul y zapato apache del mismo color, sus uñas tienen un acabado francés, muy juvenil. Se ve muy elegante, pero mucho más delgada y los años le pesan si se compara con su aparición en el video de El chino de los mandados. Durante tres años estuvo muy enferma, además de su diabetes, empezó a debilitarse, su movilidad y habla fallaban. Fueron días de dolor, noches de conciertos con un nudo en la garganta. La mamá del chino de los mandados tiene hidrocefalia, acumulación anormal de líquido en la cabeza, y tuvo que ser internada en la Fundación Santa Fe. Hace dos años le implantaron la válvula de Hakim que regula el drenaje del fluido. Ya habla un poco más, su voz es recia y camina sin mucha ayuda.

 “Mi mamá me apoyó mucho, de hecho, el primer cuatro que yo tuve, mi mamá lo sacó fiado, y yo lo ayudé a pagar porque trabajaba en la rusa, yo ayudé a pagar el cuatrico, mi papá sí era más delicado que un pavo chiquito, jodía porque yo hacía bulla", recuerda, y lanza una risotada. 

El desayuno ha terminado y hay marrano de sobra para el almuerzo.


De camino a la tienda


La pesadez del almuerzo de ayer sigue presente. Son las diez de la mañana y estamos listos para partir. Walter no lleva sombrero, viste más contemporáneo, de bermudas de puntos y camiseta floreada, más costeña que llanera. Eso sí, camina en cotizas. Nos dirigimos rumbo a la famosa tienda de los mandados, a percibir el olor que quedó grabado en el subconsciente del compositor.

El cantante llanero junto con su padre Víctor Ramón Silva.


Nos acompaña su padre. Camina despacio y en su pie se ve la huella de una bala perdida en tiempos de violencia. Se apoya de mi hombro para subir a la parte trasera de una Toyota gris de estacas, uno de los carros de su hijo. Hace trece años Walter no tenía ni una bicicleta y hasta hace tres era un comprador compulsivo de vehículos. Cambiaba de carro como de zapatos.

La tienda que menciona en la canción, esa a la que el pequeño artista iba por los mandados, queda sabana adentro, a unos veintidós kilómetros del centro poblado de Pore, primera capital de La República, entre 1809 y 1820, época en la que se congregaron las fuerzas militares lideradas por Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander para enfrentar al ejército realista en la Batalla de Boyacá.

Casa de una de las primas de Walter Silva. Al fondo, el artista descansa en un chinchorro.


Antes de llegar es necesario girar a la derecha por una vieja manga de coleo, donde anteriormente operaba un aeropuerto clandestino. Justo en esa esquina vive una de las primas de Walter. Es un rancho verde, las gallinas revolotean, los marranos se comen el maíz y los peces caen del cielo. Se dice que en tiempos de tormentas el viento hace volar a los alevinos desde los ríos aledaños.

En el recorrido hacia la tienda nos detenemos en el sitio donde nació el artista. La partera murió hace un año y de la casa no hay rastros, la echaron al suelo. Quedan algunos palos viejos de mamoncillo, uno de mango, un totumo y un porongo seco o pozo desde donde se recogían las aguas de la sabana a través de una zanja que su padre hizo a pica y pala. Era el bañadero de la familia. Al lado hay una casucha con un cultivo de plátano y el verde de los pastos ya no tiene el mismo brillo.

Walter ingresa al lote donde estaba su casa de infancia en La Plata. Ya fue demolida.


—Este terreno lo iba a comprar hace cinco años y el viejo no me dejó, era muy supersticioso. Y hoy en día, como manejo mis cositas, ya me querían pedir mucho—, repite Walter, con la mirada perdida, como quien busca algo.

—¿Por qué no lo dejó?

—Seguramente tuvo enemigos cuando joven y no me dejó comprarla, pero ya no lo haría. Por este pedacito me pedían cuarenta millones, era absurdo, y cuando me la vendían toda, que eran catorce hectáreas, negociamos en sesenta y dos. Y ahí fue cuando le compré al ‘Cholo’ (Valderrama) —recuerda. Además, confiesa que la finca tiene dos alegrías, cuando se compra y cuando se vende. —Estoy que la vendo —suelta una risotada.

El cantante recorre lo que fue su casa y el sendero por el cual corría por los mandados.


Lo veo caminar de lado a lado, se preguntaba por el caruto, uno de esos árboles que solo se dan en la región del Orinoco. Además de los juegos de mararabe o canicas y naipes que se extendían toda la noche de un jueves o viernes santo, lo que más recuerda es aquella planta. En su celular guarda una foto de su infancia, a blanco y negro. Su imagen de niño quedó congelada allí, junto con las de sus hermanos y su madre bajo la sombra del caruto.

Apuramos el paso y por el camino polvoriento aparece doña Joaquina, la dueña de la tienda. La piel está mucho más curtida por el sol, sus ojos son apenas una línea que se esconde bajos los pliegues de piel que se han formado durante un poco más de siete décadas caminando en la llanura. Lleva un sombrero aguadeño y camina en chancletas arriando el ganado con un rejo en la mano. Hace días no llueve y lleva a las bestias hacia un bebedero, de un broche a otro. Es la finca de la zona con más cabezas de ganado. Se cuentan unas setenta.

Joaquina, la dueña de la famosa tienda, también se dedica a la ganadería.


Hay que dar solo unos diez pasos para llegar a su casa, fue construida en adobe y techo de zinc, sobre una base de treinta centímetros en cemento, como casi todos los ranchos de La Plata. Ahí está la tienda. Tiene dos puertas de entrada en el costado del zaguán que a su vez colindan con el jardín. Adentro huele a encierro, a historia, a madera vieja.

—Doña Joaquina, ahora sí la saludo bien, le presento a unos amigos periodistas. ¿Se imaginaba que su tienda fuera tan famosa? —estira la mano el casanareño.

— ¿Famosa por qué? —pregunta la vieja.

—En Venezuela se habla de esa tienda que da miedo responde.

De niño, Walter llegaba de carreras, con el dorso desnudo y la camisa al hombro, corría por los mandados, pero también recuerda que allí, por un peso, compraba cuatro anzuelos de pesca. Pedir fiado era una costumbre, ya no se puede fiar porque ahora es como echarse un enemigo encima. No pagan.

Doña Joaquina y Walter Silva reviven los recuerdos de la época del chino de los mandados.


En ese entonces, doña Joaca, como también le llaman, le pagaba vacuna a la guerrilla y hace quince años los grupos de autodefensa pedían mercados que nunca pagaban. La zona es hoy más tranquila, sin embargo, no faltan los cachilaperos, cuatreros o ladrones de ganado. La semana pasada descuartizaron una de sus vacas lecheras. Dejaron la cabeza, las patas y las tripas. Cuentan los vecinos que frente a esa casa vieron hace años también a Ely Mejía Mendoza, alias ‘Martín Sombra’, más conocido como el carcelero de las Farc y organizador de la toma guerrillera de Puerto Rico (Meta). Tomaba cerveza bajo el sol de los venados.

—Y entonces —replica el papá de Walter, ahí dije, voy a vender la casa. Esto no va aparar, lo hice pensando en los chicos, vienen y nos los quitan. Pero un mal que le hacen a uno se paga con oro. Nos fuimos de aquí, no corridos, pero para evitar problemas. Y vea, nos hicieron un bien, porque los chinos estudiaron, se prepararon. Yo no tengo plata, pero tampoco vivo mal. 

Doña Joaquina en un costado de la tienda.


—¿Y hace cuánto nació la tienda?

— Imagínese que mi esposo todavía era soltero cuando él ya negociaba, puayá, unas dos medias de aguardiente, un paquete de tabaco, unas espermas y a lomo de caballo se iba y las traía, por ahí, en un saquito, se puede imaginar cuánto hace—replica doña Joaquina.

Hace dos años murió don Adam, su esposo. Llegó a traer hasta siete toneladas de víveres desde Sogamoso, en el departamento de Boyacá. En la travesía era obligatorio el trasbordo a través de los ríos Guachiría y Pauto, cuando no existían los puentes. Le robaban el azúcar y le cambiaban el arroz. Luego, hacía lo mismo en una avioneta, pero con menos peso en mercancía, desde un aeropuerto que operó cerca de la carretera que lleva al centro poblado de Pore, una pista que, tristemente, figura en el listado de aeropuertos clandestinos al servicio de narcotraficantes de la época y publicado en el libro ‘Los jinetes de la cocaína’, escrito por el periodista Fabio Castillo.

Walter Silva regresó a la tienda de su infancia. Joaquina y Mirladis atienden el negocio.


“Doña Joaquina —la llama Walter, luego de beber un buche de refresco que acaba de comprar—, ahorita hice una canción que nombra todas las casas del tiempo del chino de los mandados. El orden era, Nato, Ito, Samuel, Alfonso, don Adam, Gonzalo, Pacho, Pastora, Leonel, Blanca, Armira, Pacha, Ortiz, Isidro, Miguelito, Roberto y los Pinto”. Empieza a recordar de nuevo su infancia, entra a la tienda. Detrás del mostrador está Mirladis, la hija del finado. Su acento campesino es muy marcado y sus ojos se esconden bajo el ala de su sombrero, una pava con la que se cubre del sol.

En el mostrador de madera exhiben talcos, cepillos, biberones, vasos de plástico, jabones, bolsas, dulces, galletas y algunos juegos tradicionales que se rehúsan a desaparecer. Hace un momento un niño de unos seis años compró una manotada de canicas, la moda del juego regresa cada Semana Mayor. También hay trompos, cartas y pirinolas.



—¿Qué es lo que más se vende?

— Todo lo que es vicio, chimó, cigarrillos. El chimó es a dos mil y tres mil pesos, el toro loco es el que más compran—responde doña Joaquina. Ella lo consume, es una pasta de extracto de tabaco cocido y sal de urao, que mastican en la sabana adentro. No siente agotamiento, le da fuerza y ánimo para trabajar más.

Todavía llegan niños a la tienda, como lo hizo Walter Silva, por un mandado.


Walter, que también la escucha, le pide algunas envolturas. —le voy a llevar a los muchachos—dice, refiriéndose a los trabajadores que dejó en su casa. Apura el paso y luego se despide con nostalgia.

Y aunque atrás queda la casa, el olor de la vieja tienda sigue impregnado en su memoria y en la letra que lo llevará siempre a sus raíces y su pasado.


Andrés Molano Téllez
Director Agenda Hoy




Compartir en Google Plus

Sobre Agenda Hoy

www.agendahoy.com Cultura - Entretenimiento - Diversión

0 Comments :

Publicar un comentario