Manuel Acosta, escultor insigne de la Orinoquia
Agosto 14 de 2019
El escritor Jaime
Fernández Molano le rinde un homenaje con su pluma al escultor Manuel Acosta
Bejarano.
Manuel Acosta Bejarano. Fotos: Jaime Fernández Molano y Constantino Castelblanco. |
“(…) Recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las cosas, desgraciadamente son tan fugitivas como los años.”
Marcel Proust
(Por el
camino de Swann,)
I
Parece congelado en el tiempo.
Sí. Manuel Acosta Bejarano, el escultor
insigne de la Orinoquia colombiana, más conocido como Macosta, es exactamente el mismo que hemos conocido toda la vida. Sigue
oliendo a madera (a cedro, a roble y a suaves visos de caoba), habla como en
susurros, y conserva perfecta la apariencia de anciano benemérito que tenía
desde hace ya cuarenta años.
Y como a un buen maestro, no solo de la
escultura sino de la vida misma y de su loca y profunda concepción filosófica,
hoy le celebramos su vida, su edad, su estatura; la escondida ternura de su
espíritu, y esa rebeldía que mantiene intacta, y que le ha permitido decir
siempre lo que se le viene en gana, sin tapujos, con la valentía del que nada
debe, del que nada teme; del ser que anda sobre una aureola imaginaria que le hemos
tejido sin proponérnoslo, por culpa de esa figura que vemos en él, sin tiempo y
sin espacio definidos. Sí. Un ser atemporal, un ser supraespacial, que —insisto—
parece congelado en el tiempo.
Y hoy, a ochenta y seis largos años de su
primer día, lo encontramos intacto, solo que más lúcido y productivo que nunca.
Con un vuelo ya propio, más alto y acompañado del apasible aroma del tiempo
bien vivido.
En ese espacio particular que se reserva en
el tiempo, llamado recuerdo, surgen los orígenes de su vida y de su obra como
una expresión auténtica de nuestro entorno: un campesino que se descolgó temprano
de la montaña metense de San Juanito hacia el llano. Carpintero de oficio, que explora
y busca y encuentra la magia de la madera como la mejor opción para elevar su
espíritu hacia el amplio lenguaje del arte universal, sin más maestros que sus
manos y el alma de artista que nació con él.
A través de los años, Macosta —hace ya
cuatro décadas— comienza a generar expectativa en los círculos intelectuales y
artísticos de su entorno y del país, por la profundidad, la estética y la
magnitud de su obra.
Vienen las primeras exposiciones, su salto a
galerías de Bogotá y de decenas de ciudades del país.
Mientras sus manos se deslizan sobre el
cuerpo cálido de una bailarina, con caricias que convierte en música, y descubre
el agujero profundo como un alarido en medio de la gesta de otra de sus obras
que decide llamar ‘Por qué a mí’, y encuentra la voz irremplazable de la
angustia humana en una serie de maderos que moldea desde su alma, surgen los
primeros textos que saludan y festejan su obra.
El mítico maestro, poeta y crítico de arte
Luis Vidales, fue uno de los primeros en escribir sobre su obra, y le siguió
más de una treintena de escritores, artistas y críticos, que exaltan su obra como
una de las mejores propuestas del arte regional ante el país; entre ellos,
Julio Daniel Chaparro, Isaías Peña Gutiérrez, José Luis Díaz-Granados, Francisco
Piratoba, Jorge Eliécer Pardo, Eduardo Mantilla Trejos, Melco Fernández, entre
otros.
El maestro Vidales, escribió en su momento
(revista Entreletras No. 5, septiembre-octubre de 1981): (…) “las obras de Acosta.
Gigantes. De breve dimensión y trazo gigante. En busca del infinito.
Avasalladoras del ámbito. Haciéndolo intervenir en cada escultura. Tomándose
los tramos del espacio para sí. Apropiándoselos sin llegar al barroquismo. ¡Qué
danza!, ¡que fiesta de la ascensión!
(…) Este
Manuel Acosta, carpintero, de tanto andar por su oficio, subió a “la alegría
panteísta, cósmica”, a esa “que pone en nosotros el contacto con la madera
nueva”. Y otra cosa: la observación que prende en el observador de sus obras la
ausencia de la viruta. Porque ellas han sido hechas por substracción de
materia. ¡Ah!, y algo más todavía: la presencia intangible de otro elemento: el
perfume. El aroma “del cedro y del roble”, como dice Tejada. El olor de
nuestras maderas nativas, que es puro olor de la patria.”
II
Con sus manos, Macosta ha dado la forma al mundo al que pertenece: al intangible
universo de sus espíritus, aquellos que se deslizan con alas propias, que van
dictando cada cincelada, cada toque de armonía en un trozo de madera. Son ellos
los interminables hacedores de la escultura que tenemos la excepcional
oportunidad de palpar, de apreciar, de sentir cuando estamos frente a su obra.
Y Manuel lo ha entendido así. Vive con ellos, comparte sus desdichas y
alegrías; y comparte para sí el don del artista que ha sido puesto aquí para
hacer cosas de importancia, para elevar la simple talla a vivas obras de arte.
Claro está —y eso también lo sabe— que su
trabajo, como el de cualquier artista de su categoría, es también obra del
conocimiento, de la experiencia, la ‘costura’ que nos concede el tiempo, la
vida, el paso por estas tierras de desventura. Su labor diaria de carpintero y
la jamás desgastada paciencia del convencido y radical hombre de trabajo que
lleva por siempre consigo, lo han llevado a comprender el duro trecho, el
precio alto que debe pagarse por el hecho de estar vivo, para alcanzar su
sueño. El sueño que deberá traspasar más allá de la muerte; el de dejar su
huella indeleble, su trazo final: el de sus obras.
Estas son algunas razones por las que me
atrevo a pensar que para hablar de Manuel Acosta se hace imprescindible manejar
unas coordenadas distintas a las que estamos habituados. Porque aquí el tiempo,
el espacio, las formas o el simple hecho de su concepción del mundo tienen un
trazo distinto. Y no porque Manuel se lo haya propuesto. Es que esos diablillos
y fantasmas que lo visitan desde siempre, han dejado, han construido ese
universo para interpretaciones distintas. No podríamos —frente a su trabajo—
atrevernos a hablar de pasado o presente. De espacios milimétricos, de
encasillamientos formales dentro del ámbito artístico, cuando hemos conocido la
esencia de su producción.
De vital importancia sí, el hecho de destacar
su permanente preocupación por el hombre y su entorno, que le ha permitido
desarrollar una propuesta conceptual en su obra; con profundo contenido social,
orientado por su pensamiento filosófico y su manera obvia de interpretar la
vida. Aquí debemos hablar de Manuel como un hombre que de manera consciente no
se propuso la dimensión que posee su trabajo. Y es cierto, Manuel sabe que sus
manos responden dictados profundos que escapan a su simple hecho de labrador
común, pero al mismo tiempo y en principio, pareciera ignorar la real magnitud
que connota una obra como la suya.
A veces en su talla nos muestra, con una
simplicidad asombrosa, algunas de sus esculturas recién terminadas, con una
expresión característica en él: “Mire, me salió esta vaina”. Es allí en esa
modestia de siempre, en la que –definitivamente– radica su grandeza y la
complejidad de su obra, que hasta a él mismo escapa.
Una recomendación para quienes se acerquen a
observar “estos trozos de madera”, es que no se vean —precisamente— como eso,
como simples trozos de madera. No se detengan a preguntar si es cedro, pino, o
bagazo de caña, ni si poseen o no alguna película de laca, o si los tornillos
de sus bases vienen de rosca izquierda. No. Dejen —he aquí la oportunidad— que
salgan sus empolvados sueños, los eternos fantasmas, las ilusiones perdidas,
los espíritus guardados.
Permitan el paso gigante de estos seres, que
llaman hace tanto… resbaladizos, tal vez ya sin esperanzas. Hallémosnos al
diálogo de nosotros mismos, a la entrada y salida de puertas repetidas, como
sueños que por siglos han estado allí, y que ahora podrán reconocerse en una
artista, o en la ondulación sin fin de alguna de las piezas de Manuel.
Ernesto Orjuela 'Guarataro', Jaime Fernández Molano, Silvia Aponte (q.e.p.d.) y Manuel Acosta. |
III
Son 86 largos años, y el especio aquí solo
alcanza para hablar de lo verdaderamente importante; por eso no podemos
acumular reseñas de las más de sesenta exposiciones que ha realizado de su obra
en casi una veintena de ciudades, ni de las decenas de condecoraciones que no
alcanzan para alumbrar su pecho sin mácula. Pero sí debemos recordar sus
monumentos que se alzan hacia el firmamento en Villavicencio —en especial, el
más importante de la ciudad: El Cenit del llano; también en Yopal y otras
ciudades, y uno muy significativo en su vida: el monumento que hizo y erigió en
una ciudad alemana (Schwabhausen), bajo la complicidad del gestor y artista Otto
Novoa. Y ahora, en su viaje a Moscú, al XI Festival Internacional de Cerámica
Artística de la Universidad Estatal de Gzhel, donde ha dejado otra parte de su
huella en nuestro nombre.
Capítulo aparte merece, antes de terminar, su
alma gemela, que no está detrás, sino a su lado: Raquel, que para quienes le
conocemos, es la razón más importante de su existencia, su vida misma, el aroma
de su aroma, la cálida mirada que adereza todos sus momentos. Raquel, la Raquelita
de todos sus caminos y todos sus destinos.
Finalmente, vale recordar su triple legado: uno,
su obra, diseminada por todo el mundo e incrustada ya en nuestra historia; dos,
su escuela Manuel Acosta —donde han abrevado de sus conocimientos cientos de
discípulos suyos en varios municipios del Meta—, y tres, las quince obras que
cinceló para la posteridad —sus hijos—. Muchos de los cuales siguen sus pasos.
Todo, en el camino que se ha trazado Manuel
desde siempre para alcanzar su meta, que no es otra que “dejar una obra que
trascienda el tiempo y el espacio cósmico de nuestra era”.
JAIME FERNÁNDEZ MOLANO
Desde El Aleph, Restrepo, Meta
Especial para Agenda Hoy
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