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Villavicencio: el terremoto, la llegada del cine y la imprenta


Crónica de un cataclismo



Como si el narrador estuviera presente en 1917, revivimos algunos sucesos del terremoto ocurrido en Villavicencio y la llegada del cine y la imprenta.  

Ilustración: Jair Montaña.


I

Villavicencio, octubre de 1917  
  
El palco donde hace dos meses el pueblo se arremolinaba para ver las proyecciones del cinematógrafo, hoy es un altar improvisado en el patio de la casa más conservadora del poblado. Bajo la sombra del cobertizo, el clero canta los oficios divinos como si estuviese en la iglesia. Frente a ellos, abajo de las escalinatas, hay algunas hileras de bancos de madera en las que si no fuese por el terremoto ocurrido los que estuvieran sentados no serían los feligreses sino los cinéfilos por el asombro de las imágenes del cinematógrafo.

El patio donde me encuentro pertenece al Patronato de San José, al oriente de la plaza central. Así se le conoce a este inmueble y a una sociedad clerical oficialmente establecida en este pueblo el 19 de marzo de 1912 por José María Guiot, luego de su llegada, años antes, y la de los misioneros franceses de la Compañía de María —de Luis María de Montfort— consagrada a la evangelización en los Llanos de San Martín, territorio al cual pertenece Villavicencio.

El patio-salón del Patronato San José se destinó al culto mientras duró inhabilitada la iglesia de Villavicencio. En este sitio funcionó el teatro Verdún. Foto: Eco de Oriente.


        José María Guiot acaba de sumar 57 calendarios y su cabeza luce despoblada. Sus ojos almendrados contrastan con el aspecto sobrio que le da a su rostro un pliegue profundo de piel en sus mejillas, y a diferencia de la mayoría de misioneros, su barba no sobrepasa la frontera entre el mentón y el cuello. Maneja a la perfección el inglés, el italiano y el francés, su idioma natal. Habla muy bien el español, aunque inició su aprendizaje hace apenas siete años. Él es el vicariato apostólico de los Llanos de San Martín, en pocas palabras, el Monseñor; y antes de llegar a Villavicencio el 29 de octubre de 1909, fue misionero en Francia, Argelia, Bélgica, Holanda, Italia, Dinamarca, Suiza, Canadá y Estados Unidos.

        Me hallo sentado en uno de los bancos de madera, pero el Monseñor no se encuentra en el lugar. La ceremonia la preside el párroco Gabriel Capdeville, quien, parado en el palco y a medida que avanza la ceremonia, recuerda por instantes—imagino yo— la mañana del cataclismo en la que caminaba entre los escombros tropezando con los heridos que yacían en el suelo mientras jalaba desesperadamente del brazo a varias de las niñas que minutos antes recibían la santa comunión.

José María Guiot, vicariato apostólico de los Llanos de San Martín, en 1917 (el Monseñor). Foto: Eco de Oriente.


        Antes de aquel terremoto trágico del viernes 31 de agosto de 1917, monseñor Guiot se había embarcado en un viaje de tres meses desde el puerto de Barranquilla en un buque de vapor rumbo a París, Francia, una travesía interoceánica en medio de submarinos militares que circundaban las profundidades marinas de Gibraltar en plena Primera Guerra Mundial. El prelado esquivó la muerte y no había sido la primera vez: en mayo del año anterior se había contagiado de una enfermedad grave en sus correrías por estas poblaciones de la inmensa llanura, “tierras malsanas”, como incluso las llamaban los mismos curas. Y así viajó a Francia en busca de su sanación.



II

        En su primer regreso, el 24 de diciembre de 1915, Monseñor trajo consigo una imprenta Marinoni, máquina de origen francés que luego de un viaje a vapor por el Atlántico, siguió su paso fluvial por el Magdalena y férreo hasta la capital del país, para luego ser cargada a lomo de mula por entre los caminos de herradura de las provincias del oriente de Colombia, hasta asomar a la hoya de Buenavista y descender hasta este pequeño pueblo. En el último trayecto, las partes que no pudieron ser acomodadas en una recua de mulas, fueron encaramadas sobre la espalda de Encarnación, un tipo robusto, alto, de piel curtida por el sol, pero de rasgos teutones. Lo conocían como Sansón, un personaje mítico que terminaría abandonado a su suerte en Nueva York, ciudad a la que habría llegado como conejillo para una exhibición de fuerza bruta y sometido al desprecio de lo humano. Por lo agreste del terreno la imprenta no llegó en las mejores condiciones y algunas partes tuvieron que ser reparadas por el ingeniero Gervasio Saunier, uno de los maestros del Taller Modelo de Artes y Oficios de Bogotá, el primero del país especializado en trabajos mecánicos y siderúrgicos.

Imprenta Marinoni, similar a la que se usó para imprimir el Eco de Oriente en Villavicencio. Imagen adaptada de una ilustración de Émile Bourdelin. 


        Gracias a las primeras publicaciones de la máquina francesa, empezó a circular la noticia de que la Imprenta de San José, instalada en el costado oriental de la Plaza Sucre —plaza central—, a unos metros de donde me encuentro hoy, había sido inaugurada oficialmente el domingo 9 de abril de 1916 junto con la primera planta eléctrica de Villavicencio, esta última, a orillas del caño Parrado, en el costado norte de la Plaza Ricaurte, aquel potrero preferido por los infantes arriba de la plaza central y que colinda con un ramal del cerro El Redentor.

        Esa fue la luz que iluminó la idea de traer a Villavicencio el cinematógrafo e instalarlo en el Patronato donde el padre Capdeville oficia en este instante la santa liturgia. Justo aquí, pero nueve meses atrás, el 21 de noviembre de 1916, los misioneros maristas habían instalado un telón y proyectado sobre este las primeras imágenes en movimiento vistas en este pueblo y ambientadas solo por el sonido de un gramófono. Los acordes también amenizaban los intermedios, dos para esa ocasión. 


  En el programa de aquella función, recuerdo por un recorte del periódico, se promocionaron las películas Caza de hipopótamos, Trabajos de Victorious, Sport de invierno en Suiza, El pequeño Julio Verne, El alacrán, La perdición del aprendiz y Primera salida de un ciclista, y se reconfirmaba el nombre del primer cine de Villavicencio: Verdún, en honor a la ciudad francesa en la que se libra la batalla más larga de la Primera Guerra Mundial, mientras nosotros, hipnotizados por el cinematógrafo, nos perdíamos de nuestra realidad como lo hicieron los niños de Hamelín: el cinematógrafo era aquella flauta, pero tocada por el clero.

Cinematógrafo de la época en la que llegó el cine a Villavicencio, con base en ilustración de Louis Poyet.


III

        Dos días después de la primera función privada, el cine, dividido en zonas de palco y general, fue abierto a todo el público con las siguientes tarifas: palco para una persona, veinte centavos; para tres personas, cincuenta centavos, y una entrada en general, cinco centavos. Unas novecientas a mil personas —tercera parte de la población de Villavicencio— concurrieron durante el transcurso de los dos días, según escribió el cronista del periódico Eco Oriente, el mismo en el que se publicaron los primeros detalles del terremoto ocurrido el viernes 31 de agosto de 1917, a las seis y treinta de la mañana:

        “La iglesia que, con el sudor de 8 años consecutivos de trabajo, había sido tan elegantemente construida quedó reducida a escombros sepultando bajo sus ruinas a ocho personas, y seis heridos de gravedad; el palacio episcopal adorno de la población, también quedó reducido a ruinas, muchos de los edificios cuya construcción era de adobe quedaron inhabitables, innumerables son también las pérdidas habidas en los almacenes y tiendas.

        “El día trascurrió en un continuo ir y venir de las multitudes y trepidar de las furias subterráneas.
        “Hasta las 12 del día de ayer, hora en la que se imprimía nuestro periódico, la población permanecía incomunicada con Bogotá y demás poblaciones de Oriente”.

Al fondo se ve el lienzo de pared de la iglesia de Villavicencio que se vino al suelo sepultando a siete de las ocho víctimas del terremoto de 1917. Después hubo la necesidad de tumbar la parte vencida que las sacudidas no derribaron, y de todo el costado izquierdo no quedó nada de la cumbre a los cimientos. Foto: Eco de Oriente.


        La nota editorial, escrita por el padre Luis María Mauricio Dieres Monplaisir, elegido por Guiot como director del Eco de Oriente y secretario privado de su vicariato, circuló dos días después de la tragedia y fue ampliada el jueves siguiente.

El director del periódico, delgado, de espesa barba, frente abombada y enemigo de los gatos, solía inyectar en tinta ideas evangelizadoras y bastante conservadoras. En algunas de sus columnas replicaba escritos machistas, entre ellos los consejos del escritor José María Vergara y Vergara dictados a su hija: evitar tener amigas íntimas, no leer novelas y no tener nunca el pecho descubierto, pues “ni la tisis ni las miradas de los hombres perdonan nunca a las que hacen tales imprudencias”. Defendía la prensa, por ser él, precursor de la misma en Villavicencio, pero dejaba notar por momentos la censura, como lo hizo el día en que rechazó el surgimiento en la capital de un periódico llamado El Tango, y luego cuando utilizó el medio para reprochar a quien consideraba que “dejarse gobernar de los curas perjudica y conduce a la miseria, al atraso…”, un remitente y autor de una misiva, a quien el padre consideró como un individuo falso con firma verídica. El cura infundía el temor a Dios. En una de sus líneas, Mauricio Dieres también asoció el nefasto terremoto al escarmiento por la mala vida que llevan tantos, el derramamiento de la gota, escribió, “fue suficiente para llenar la medida y hacer que la ira de Dios se lanzara sobre sus criaturas rebeldes”.

Luis María Mauricio Dieres Monplaisir fue el director del periódico Eco de Oriente.


     La furia de aquel viernes negro les costó la vida a ocho personas, feligreses que murieron aplastados por una de las paredes de la iglesia: Adelaida Castro, Clementina Bobadilla de Esquivel, Gervasia Rey, Patrocina de Moreno, Tránsito Ardila, Genoveva Mogollón y Georgina N, nombres que aparecieron impresos dos días después de la tragedia en el Eco de Oriente sobre un recuadro gris y bajo el título ‘Necrólogo’. La ampliación de la noticia se dio el jueves siguiente. “Los cadáveres se encontraron a los pies del camarín del Cristo, cuerpos de personas ancianas, débiles, que no pudieron correr y hasta se impidieron mutuamente”. Ese día murió el niño Gabriel Camacho, de 13 años, quien tras despegarse del grupo de infantes corrió asustado y “recibió un ladrillo que le partió el cráneo casi al pie del altar de Nuestra Señora del Carmen”. La efigie de la patrona del pueblo también quedó despedazada.

Interior de la iglesia de San Martín después de los temblores. Foto: Eco de Oriente.


        Supe que en la mañana del terremoto el templo estaba bastante concurrido, el número de confesiones había aumentado. El temor de los temblores de las noches previas del miércoles 29 y el jueves 30 empujaron a la feligresía, excepto a los varones adultos, a recibir la comunión. Cano por el polvo de adobe y cal, el párroco rezó a la ligera: “Ofrezco, Señor, mi vida, obras y trabajos, en satisfacción de todos mis pecados”, dijo en voz alta, y luego continuó en acento afrancesado: “y, así como lo suplico, así confío en vuestra bondad y misericordia infinita … y me daréis gracia para enmendarme, y perseverar en vuestro santo amor y servicio, hasta el fin de mi vida”, luego corrió asustado hacia la sacristía y pidió a otro sacerdote la absolución, y este, a su vez, exigió lo mismo antes de socorrer a los heridos y jalar hacia la puerta a varias niñas. Las monjas del pueblo hicieron las veces de curanderas. “Extrajeron las partículas de huesos molidos, cosieron las llagas de las piernas abiertas de la cintura abajo, las de la cabeza, y siguieron visitando a diario con drogas y estuches” a las pacientes Adelaida Gutiérrez, Rosa María Rojas, Natividad Gutiérrez, Mercedes Díaz, Pastora Rey de Lemos, Rosario Vejarano de Morcillo y María del Carmen Rey, sobrevivientes.

Listado de las personas que fallecieron en Villavicencio luego de la catástrofe del 31 de agosto de 1917.



IV

        Todas las casas del pueblo construidas en adobe resultaron agrietadas y sus habitantes decidieron pasar las noches siguientes bajo toldos y carpas que instalaron en la plaza central y en potreros aledaños. El martes siguiente iniciaron los arreglos de la iglesia y procedieron a derribar otra pared que amenazaba desplome mientras que el director del periódico, sentado en su mesa de redacción y luego de sugerir cambiar de lugar el poblado y construir viviendas en madera, caña brava y cal, transcribía los telegramas: “San Martín. La iglesia no se ha caído, pero sí desplomado. La Colonia. Varias casas vencidas, alcaldía casi inhabitable, necesitase desocupar escuela. No hubo desgracias personales. Bogotá. Aquí cinco muertos, muchos heridos, numerosas familias salidas ciudad. Restablece calma. Gobernación. Han cesado movimientos sísmicos que según suposiciones originábanlo fuertes corrientes volcánicas. Con aparición cráteres sitios Volcancitos, región Quindío renace tranquilidad”. Y así continuó escribiendo datos: “Sintióse temblor del Pacífico a Venezuela…”

        Del pueblo de San Martín recibió una carta escrita por Juan Arango, corregidor del caserío de Uribe, en la que se le informaba que la iglesia había pasado a la historia, que todas las casas habían quedado inhabitables y que el río Ariari, luego de haber sido detenido dos veces —por 30 y 45 horas—, a causa de los derrumbes, había seguido su cauce arrastrando habitaciones, moradores y ganados, para luego dejar un lecho de más de una milla de ancho y toneladas de pescado descompuesto. “Se cree que con estas grandes crecientes que han venido a agriar el cataclismo, Puerto España y San José del Guaviare hayan sido arrastrados con habitantes y ganados”, puntualizó.

La pared (medianaranja) quedó dislocada y separada del cuerpo de la iglesia de San Martín. Otra sacudida, decían, alcanzaría la destrucción total del edificio.


        Comenzó entonces, según telégrafos y cartas que iban y venían, una cruzada para atender el desastre; las primeras donaciones llegaron de manos de misioneros y a través del periódico. Se estimaba que los arreglos de la iglesia y la casa cural ascendían a 15.000 pesos oro. Durante esos días se recibió una increíble donación de la Planta Industrial y Eléctrica, increíble no por la cuantía sino por los hechos. El contador, Víctor Leal, se acercó con cuatro pesos oro, suma que había sido descontada del sueldo de dos empleados quienes promovieron una riña dentro del establecimiento y en horas de trabajo.


V

Por esos días también se autorizó la exención de impuestos a la empresa cinematográfica, que desde que se instaló venía afectando la iluminación pública al absorber la corriente eléctrica de las bombillas para privilegiar el funcionamiento del cinematógrafo. Meses atrás, y por causa del verano, el caño Parrado había mermado su caudal, de 500 litros por segundo que se recogían, solo 135 llegaban al tanque del acueducto, no suficientes para suplir el consumo de agua de la población y energía del alumbrado, generada por una turbina hidráulica Pelton instalada a orillas del Parrado. Las molestias no paraban; un parroquiano criticó que las empresas de alumbrado y acueducto parecían antagónicas y que los 100 bombillos comprados por los sacerdotes para alumbrar el poblado se usaban para el Verdún. Volvió la penumbra e iniciaron los primeros apagones del pueblo, que probablemente seguirán durante los siglos de los siglos.

        Lo que ya arreglaron, según dicen, son los estragos en la iglesia; leo en la prensa que el templo abrirá de nuevo al culto público y que no habrá persona nerviosa con recelo a frecuentarlo. Pero se equivocan, también supe que los feligreses piden que las ceremonias se hagan al aire libre, imposible, responden tajantemente los curas. A cambio, autorizan oír las misas desde el atrio y a cobijarse bajo el mango que sombrea la entrada de la iglesia. Pero abandonar el patio del Patronato, donde sigo viendo el rostro pensativo del sacerdote, es un favor de sotana —lo dijo aquel individuo falso de firma verídica—, solo para favorecer la empresa del cinematógrafo sin atender la seguridad.

   Todo está sentenciado. Esta es la última misa en el altar improvisado: nos han informado en la prensa que las funciones se reanudarán pronto con las películas de la guerra a beneficio de la iglesia, puntualmente con la lucha sangrienta franco-alemán de Verdún, como si el pueblo no tuviera suficiente con su propio cataclismo.

El cine se reabrió con películas de la guerra.leyenda.



Andrés Molano Téllez
Agenda Hoy


Crónica realizada con base en reseñas escritas por Mauricio Dieres Monplaisir, en artículos del periódico Eco de Oriente y en las investigaciones de Carlos Burgos Moyano y la Fundación Centro de Historia de Villavicencio.

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