Crónica
de una visita a un campamento de las Farc en el Meta
Agosto 17 de 2017
La
escritora Marta Orrantia, quien visitó recientemente la vereda Buenavista, en
Mesetas (Meta), nos cuenta las historias de la comunidad rural, su drama, y revela el gusto literario y cultural de la guerrilla, y el impacto que
ha tenido la biblioteca móvil en una de las zonas protagonistas del conflicto en
nuestro país.
“Mi tía es guerrillera”, dice Lucylena, una niña con piel
canela y ojos color miel. “A mí me cae mejor la guerrilla que el ejército, pero
no me gustan las armas”. Lucylena, que no tiene más de nueve años, es la mayor
de tres hermanos. Es alta y tiene la mirada curtida de quien se ha encargado
durante mucho tiempo de las tareas de su hogar. Cada día, ella y sus hermanos
caminan dos horas entre la selva tupida del piedemonte llanero, para ir a la
escuela de Buenavista, una vereda a una hora de Mesetas, en el departamento del
Meta.
Sus compañeros de colegio están de acuerdo con las
preferencias de Lucylena, pero a ellos sí les atraen las armas. “Para matar
micos”, dice uno. “O cachicamos (armadillos)”, grita otro. Sin embargo, Arnobis
se queda en silencio y me mira con sus ojos claros, casi transparentes. Cuando
le pregunto para qué quisiera tener un arma, él se encoge de hombros y hace una
mueca que parece una sonrisa. “¿Para hacerle daño a alguien?”, lo increpo, sin
atreverme a pronunciar el verbo matar. Aunque es el mayor de la escuela, no
tiene más de once años, y nos encontramos con los otros niños, en el aula
multiniveles, la única que hay en el lugar. “Si toca...”, dice, y clava sus
ojos en el libro de matemáticas.
Esa relación con la guerra no es gratuita. Los niños de
la vereda Buenavista crecieron en medio de un conflicto sangriento entre el
ejército y las FARC y tuvieron que vivir momentos aterradores. “A veces pasaba
un avión 'rafagueando' y los niños corrían a meterse debajo de los pupitres”,
recuerda la profesora Elena Trujillo, que vive en la escuela junto con su
marido y más recientemente su madre, doña Gladys.
La profe, como le dicen, lleva diez años encargada de la
escuela y no oculta el amor por su oficio, pero tampoco las dificultades de
enseñar en una zona de conflicto, golpeada no solo por la violencia sino por la
corrupción. “Claro que las cosas han cambiado con la paz –dice, y usa el sustantivo
como si fuera una realidad– pero al mismo tiempo hemos sido víctimas de ella.
Antes nadie sabía dónde quedaba Buenavista y ahora los ojos del mundo están
sobre nosotros, pero no nos ha servido de nada. Ni siquiera la vía la han
mejorado...”.
Tiene algo de razón. El municipio de Mesetas era famoso
por su violencia y poco más. Ubicado entre La Uribe y Granada, es un lugar
hermoso, lleno de montañas, selvas vírgenes y ríos caudalosos. Durante años fue
territorio de las FARC y ahora dos de sus campamentos se ubican allí. El
Mariana Páez, donde se produjo el acto de dejación total de armas, y el Simón
Trinidad, donde se encuentran los guerrilleros que estaban presos en el momento
de firmar el tratado de paz. En el centro de ambos campamentos, aparte de un
par de casas campesinas y una que otra tienda, está la escuela de Buenavista.
Allá está también la Biblioteca Pública Móvil, un
proyecto del Ministerio de Cultura y la Biblioteca Nacional, que consiste en
llevar libros y material audiovisual a lugares donde hoy funcionan las zonas
veredales y que antes eran epicentros del conflicto armado y, más que eso,
crear escenarios de diálogo entre los habitantes de la vereda.
La Biblioteca ocupa un galpón pequeño, y más que un lugar
para la lectura, se ha convertido en un punto de encuentro de la comunidad.
Allá, los niños ven películas, los campesinos van a imprimir documentos y los
ex combatientes buscan libros sobre manualidades, doctrina o novelas rusas.
Pero tanta actividad tiene un responsable: Julián García,
el bibliotecario, un joven valluno que está radicado en el Cauca, amante del
teatro y, como él mismo se denomina, “aprendiz de etnógrafo”. Julián llegó a
Buenavista a comienzos de 2017 y en pocos meses, tanto comunidad civil como
excombatientes, han aprendido a quererlo y a considerarlo uno de los suyos.
Conocí a Julián y a su proyecto cuando asistí al lugar,
invitada por la Biblioteca Nacional para dar una charla sobre la importancia de
la lectura y la escritura en los procesos de memoria y reconciliación. Llegué a
Buenavista en un campero destartalado, uno de los pocos vehículos que se
atreven a transitar por una carretera que es más un barrial que una vía.
Habíamos salido de Mesetas cerca del mediodía y nos tomó poco más de una hora
cruzar un tramo que, de haber sido una carretera en buen estado, nos habría
llevado a lo sumo quince minutos.
“Quítense los zapatos para entrar”, pide Julián. Hacía
unos días me había advertido que debía llevar botas pantaneras, impermeable y
una buena chaqueta. “Esto es como Bogotá”, dijo, y no se equivocaba. La garúa
incesante hace que todo esté en un perpetuo lodazal imposible de mantener
limpio, por más empeño que se muestre. El piso del galpón, sin embargo, está
impecable. Gracias a una mezcla entre disciplina y cariño, Julián le ha
enseñado a los usuarios de la Biblioteca que ese lugar es de ellos, y que es
necesario cuidarlo para mantenerlo bien.
Apenas tenemos tiempo de conocer la biblioteca, dejar
nuestros maletines y ponernos de nuevo las botas, porque Omar ha accedido a
llevarnos con su campero al campamento Simón Trinidad, ubicado un poco más
adentro de la vereda, donde se encuentran los excombatientes que estaban
prestando una pena carcelaria.
El lugar, unas barracas prefabricadas en la cima de una
pequeña meseta, es amplio y dicen que siempre hay comida y cama para quienes
lleguen. Y llegan a diario, porque aún los presos no han terminado de salir de
las cárceles. Apenas entramos nos reciben tres hombres que se encuentran
conversando en la carpa de recepción. Son negros, todos tienen acentos
diferentes, y apenas nos ven comienzan a llamarnos “monitos” y a hacernos
bromas. Nos ofrecen un vaso de agua de panela helada, y nos llevan al comedor
principal, donde nos esperan el director del comité de Cultura (las FARC conservan
aún una estricta disciplina y sus integrantes se dividen en comités, a los que
se les asignan tareas) y otro hombre que lleva una camisa del mismo azul que
sus ojos. Quieren saber cuál es el propósito de mi visita, por qué es relevante
que ellos me escuchen y cuál es mi historia. “¿Qué filiación política tiene?”,
me pregunta el hombre de azul. Me parece curioso que esa sea la condición, y
aunque me siento un poco intimidada, le digo que eso no es relevante. Luego de
mirarme durante un par de segundos, accede a reunir a un grupo de personas
dispuestas a escuchar lo que tengo que decir.
Mientras se ponen en la tarea, me invitan a conocer la
biblioteca, una pequeña habitación con libros, en su mayoría, de agricultura y
poesía. El bibliotecario ha aprendido, gracias a Julián, los rudimentos del
oficio, y está orgulloso de su labor.
Luego de que el director del comité pudiera reunir unos
treinta ex combatientes, nos sentamos en una especie de aula de instrucción,
aunque sin paredes. Hablo de la importancia de contar sus historias, no para
culpar a nadie sino para comprender mejor el país. Algunos asienten, mientras
que otros me miran con desconfianza. A mi lado se encuentra Leidy, su
“seudónimo”, como ellos insisten en llamar el nombre que se ponen cuando entran
a la guerrilla. Leidy tiene una chaqueta gruesa y unas botas de cuero, y su
atuendo es más el de una sofisticada bogotana que el de una guerrillera
curtida. Antes de iniciar la charla me da la receta de una ensalada de
berenjena. Luego, cuando comienzan a hablar de los diferentes motivos por los
que entraron a las FARC (tan disímiles como ellos mismos), Leidy dice que
quiere contar su historia.
De no se dónde sale una niña de piel dorada y ojos
verdes, de unos tres años. Carmen es la hija de Leidy y la única niña del
campamento. Tal vez por eso es consentida, inquieta y demandante. Mientras su
mamá relata sus orígenes, la nena le quita el celular (la nueva adquisición de
los guerrilleros) y sale corriendo con él. Se cae, grita, y un grupo de
muchachos la levanta y corren todos a ayudarla y a lavarle las manos, como si
tuviera una corte de tíos ansiosos por servirla. En el Simón Trinidad hay aproximadamente
400 excombatientes, de los cuales solo treinta son mujeres. Carmen, entonces,
tiene muchos padres adoptivos a su disposición.
Leidy dice que proviene de Puerto Berrío, de una familia
comunista. “Despertaba cada mañana entre cantos revolucionarios y aprendí a
leer con La voz proletaria”. Su abuela, cuenta, cuidaba a los guerrilleros que
enfermaban y los llevaba a una finca llamada La isla de Cuba, hasta que se
recuperaran.
Luego vino la represión del Estado, a comienzos de los
años ochenta. Leidy, aún pequeña, aprendió que debía esconder el periódico
revolucionario detrás de un ladrillo en la cocina cada vez que llegaba el
ejército al pueblo. Su padre y su abuelo fueron encarcelados, así como los
hombres de muchas familias del pueblo –entre ellos varios primos–, y era en
casa de su abuela donde las mujeres se reunían antes de ir a visitarlos a la
cárcel.
Más tarde, la persecución fue además contra las mujeres.
Su madre tuvo que huir y ella, con 13 años, se refugió en casa de los abuelos
paternos. En 1984, mientras veía el noticiero con su familia supo que habían
matado a su hermana. En las noticias no nombraban a su madre, pero Leidy sabía
que estaban juntas y fue a buscarla. “Entré a una casa silenciosa, solitaria.
Caminé de habitación en habitación llamándola y nadie respondía. Al final me
dijeron que ella también había sido asesinada, frente a mi hermano, que tenía
apenas dos años”.
Desde ahí, no quiso estudiar más. Cada día le suplicaba a
su tío que la dejara entrar a la guerrilla, hasta que este accedió. Leidy tenía
14 años.
Julián, el bibliotecario, propone que se junten para
contar sus historias. Luego de una pequeña discusión de fechas, determinan que
él los visitará un día a la semana para escuchar, grabar y transcribir todos
sus recuerdos, sus dolores, los muertos, los hijos, el futuro. “¿Y luego qué
hacemos con eso?”, pregunta un hombre con un parche en el ojo y sin un brazo.
“Un libro”, aventura alguien. “Total, nosotros hemos hecho cartillas”. “Un
blog”, dice otro. Y se entusiasman con el nuevo proyecto.
De regreso a la escuela, mientras caminamos a tientas por
el lodazal (ya ha oscurecido), Julián cuenta que visita el campamento Simón
Trinidad todos los jueves para dar un taller de escritura de proyectos
productivos. Quiere enseñarles a estructurar proyectos, de tal suerte que
puedan atraer capital privado para que invierta en sus ideas. El curso, que
había comenzado con veinte personas, ya tiene cuarenta, por lo que se vio
obligado a abrir otro módulo.
Esa noche, mientras desafiamos el frío con un café dulce
y sabroso, la profe y su mamá, doña Gladys, recuerdan cómo se vivía en esas
montañas durante la guerra, y plantean los retos de una escuela tan pobre y tan
pequeña. “Antes tuvimos refrigerios pero ahora, como no apoyamos al alcalde que
salió elegido, los niños no tienen nada que comer”, se lamenta la profe.
Mientras ellas hablan de su cotidianidad, pienso que todo se reduce a la
política. Se rumora en la zona que el alcalde no quiere pavimentar la vereda,
porque le dará prioridad a otra vía, donde unos amigos suyos tienen un predio.
Otros dicen que la plata la invirtió en una finca. “Lo único cierto es que cada
vez está peor la vía, debido además a que los camiones que entran con los
materiales de construcción para las Zonas Veredales, están dañándola con su
peso”. No todo es malo, sin embargo. En lo concerniente a la guerra, ahora
pueden dormir tranquilos, porque saben que no habrá ataques en medio de la
noche, ni bombardeos, ni helicópteros. Y también está la biblioteca, y Julián.
“Los niños tienen un dispositivo de lectura ahora, y lo cuidan mucho. Es
maravilloso tener acceso a libros, porque antes solo podíamos ver los textos
escolares”, dice la profe.
La mañana siguiente amanece nubosa y fría. La profesora y
su madre se levantan al amanecer y conversan mientras se hace el café del
desayuno. Luego comienza el ajetreo de la jornada escolar. Hay que limpiar la
escuela, trapear los baños y dejar todo a punto para cuando lleguen los chicos,
unos a caballo y los más a pie. “Se nos rompieron los vidrios, por eso tuvimos que
poner mapas en las ventanas”, se disculpa la profesora, que me presenta y me
deja sola frente a un grupo de niños y niñas que me miran como un bicho raro y
parecen tan intimidados con mi presencia, que les cuesta hablar. Les pregunto
qué quieren ser cuando grandes, y uno dice que quiere ser ingeniero civil,
porque ha conocido a una ingeniera que se quedó en su casa durante un tiempo.
Otro afirma que le gustaría ser piloto de helicóptero, pero no sabe bien para
qué.
Son chicos como todos. Quieren aprender, les gusta la
escuela, jugar con los celulares y algún día, tal vez, viajar. Les gusta el
campo, eso sí. Ordeñar y recoger café, y hasta los varones ayudan con las
labores del hogar. Cuando les pido que me muestren qué están leyendo, sacan
todos un Kindle de una bolsita y me enseñan un cuento infantil con
ilustraciones. Siento que son, de alguna manera, afortunados. No solo tienen
acceso a la tecnología, sino que la profesora trabaja con ellos (según su
nivel) usando su dispositivo de lectura.
A media mañana bajamos caminando hasta el campamento
Mariana Páez. Aquí se desmovilizó el temido Bloque oriental, y de los más de
300 guerrilleros que llegaron, no queda sino la mitad. Algunos han ido a
visitar a sus familias luego de conseguir los salvoconductos y otros se
encuentran en actividades pedagógicas, pero del primer grupo no se espera que
regresen. Contrario a lo que se ha dicho en las grandes ciudades, el Mariana
Páez dista mucho de ser un hotel de lujo. El campamento aún es un cambuche, un
poco más permanente que cuando estaban en la selva, pero igual de precario.
Todavía duermen bajo plásticos (bien templados, eso sí) y aunque cambiaron
hamacas por camas, los camarotes no parecen ser de una comodidad extrema. Unos
se quejan, pero hay otros que se muestran menos agobiados. “Estamos
acostumbrados a que el gobierno nos falle”, me dice alguien. “A mí no me
preocupa que me falle en esto, con tal de que se cumplan los acuerdos”.
Su
seguridad es uno de los temas que más los preocupa, no solo porque temen que los
maten en las ciudades sino porque han visto integrantes de la disidencia
merodeando por la zona, y ahora que están desarmados, se sienten indefensos.
“Aún así, no me gustaría volver a tener un arma”, dice
Julián, uno de los comandantes del campamento, un hombre atractivo, que nació
en el Sumapaz, y que exhibe un don de mando innato. “Todos tenemos hernias
discales causadas por el peso de los fusiles”, añade, medio en broma, medio en
serio. Nos encontramos en una carpa que hace las veces de centro de operaciones,
con un escritorio, un computador y un par de termos de tinto. A diferencia del campamento anterior, en este
están esperando mi llegada, con pequeños carteles colgados de la zona común,
donde tres guerrilleros ven la novela de la mañana. Julián, sin embargo,
prefiere que nos apretujemos en la carpa del escritorio, para evitar las
interrupciones. Comenzamos a hablar de reconciliación y Julián asegura no tener
ningún rencor. Resulta difícil de creer, pero es la primera vez que escucho a
un excombatiente diciendo que no odia al otro. Comenzamos a hablar de
literatura y son enfáticos en decir que la lectura es un asunto de suma
importancia en las FARC. “Todos los días leíamos durante una hora, a las cinco
de la mañana, mientras estábamos en el monte. Ahora tenemos menos tiempo, en
parte porque vienen muchas visitas, pero también porque hay actividades
paralelas, como la construcción (diariamente, sesenta hombres trabajan haciendo
unas barracas similares a las del campamento vecino, con materiales que envía
el gobierno)”. Una guerrillera interviene para decir que en muchas ocasiones la
lectura se hacía en voz alta, mientras se encontraban en actividades como el
rancho.
“Leímos juntos libros como El conde de Montecristo, y cada día era
emocionante porque queríamos saber qué iba a ocurrir”. También había espacio
para la literatura rusa (comunista) o los libros de doctrina. Siempre tenían un
libro en su morral, y lo intercambiaban con los compañeros al terminarlo, o con
los de otro frente cuando se encontraban. “Éramos una biblioteca itinerante, la
más grande de Colombia”, dice la guerrillera, y se ríe de su ocurrencia.
“Pero no solo eso –añade Julián–. Había frentes en los
que el comandante les pedía a todos que escribieran una página diaria. Un
poema, una reflexión, cualquier cosa. Y de esa escritura cotidiana salían cosas
muy interesantes”.
Un muchacho que ha estado observando, decide intervenir.
Dice que ahora solo tienen tiempo para leer los acuerdos de paz. Asegura que le
dedican mucho tiempo a la interpretación de los acuerdos y a la reflexión sobre
cada uno de los puntos. Esa afirmación me recuerda a un seminario, donde los
aspirantes a sacerdotes hablan incansablemente sobre los pasajes de la Biblia y
su interpretación. Le pregunto entonces si entiende los acuerdos, porque me
parecen bastante enredados, y él me mira desconcertado, como si hubiera dicho
una tontería. “Es cierto que no son tan claros –responde al fin– pero para eso
hay cartillas”.
Cuando tocamos el tema de la escritura, sin embargo, ninguno
de ellos sabe qué decir. Comprenden la importancia de la lectura, pero no saben
cómo pueden escribir algo significativo, más allá de esos acuerdos en los que
la mayoría no tuvo nada que ver. Antes de que muera la charla, alguien menciona
la cultura, como una generalidad, y los asistentes –miembros todos del comité
cultural– se emocionan porque tocan un tema que no les es ajeno. Hablan de sus
bailes, muchos aprendidos de comunidades indígenas, y de los ensayos que hacen
a diario para presentarse en auditorios en ciudades intermedias como
Villavicencio.
Sin embargo, hay mucho más. A medida que la conversación
avanza, el grupo se da cuenta de que tiene en su poder conocimiento único.
Canciones como “Mensaje fariano”, un vallenato que se compuso hace 25 años y
que hoy cantan con la misma devoción de un himno, hacen parte de un repertorio
amplio de ritmos y letras que han sabido incorporar a sus fiestas y también a
sus actividades pedagógicas.
“También está el baile de las FARC”, ofrece entusiasmada
la guerrillera que habló de libros (es inevitable, unos pocos son los que
hablan). Explica que le llaman el “baile en cuadros” y que es único y
particular del Bloque oriental. Después de pedirle con insistencia una
demostración, alguien pone una canción a medio camino entre vallenato y cumbia
villera y ella saca a bailar a un muchacho que se pone colorado de la pena.
Bailan un poco, y parece demasiado difícil de imitar, así que nadie se aventura
a seguir la fiesta.
Los saberes, dicen, no se limitan al campo cultural.
También conocen como pocos la selva, y las cualidades de cada planta. “Así no
sepamos el nombre –dicen– sabemos que sirve para la leishmaniasis o para
tinturar el pelo o para la piel, y esos son conocimientos que se transmiten de
manera oral, y que conocemos todos los que hemos estado en 'la mata'”.
“No hay que dejar atrás la gastronomía –dice Julián, al
ver que se aproxima el mediodía–. También nuestra comida es única. Tenemos por
ejemplo la cancharina, que es una especie de arepa, pero hecha de trigo, y
luego freída”. Con ese último comentario, nos invita a almorzar arroz con pollo
antes de irnos, una atención que agradecemos.
Mientras comemos –compartimos la mesa con dos cachorros
de siberiano, embarrados y hambrientos– escuchamos el sonido de una explosión.
“Me mataron!”, grita alguien en el fondo. Siento que se me para el corazón. “Se
acabó la paz!”, grita otro, y aunque escucho las risas, no me tranquilizo hasta
que no me explican que ha explotado un timbo de guarapo demasiado fermentado.
Después del almuerzo comienza a llover. Tenía una reunión
con la comunidad, y cuando aparecen los observadores de la ONU, que vienen a
saludar, me advierten que no llegará nadie, porque esta era una vereda muy
dispersa y resulta difícil reunirlos. Contrario a sus predicciones, sin embargo
aparecen algunos, a caballo, para no perderse una charla en la que prefieren no
participar.
Julián me había advertido que sería así. Cuando llegó la
horda de periodistas que acompañaba la dejación de armas, la comunidad había salido
a contarles sus cuitas, con la esperanza de que sus palabras hicieran eco en
Bogotá, pero no había resultado. Ahora no quieren hablar de sus historias,
porque temen que se las roben y que queden convertidas en humo. Doña Gladys,
que asiste para apoyar, habla de la importancia de la lectura, y al hacerlo,
los demás asienten, pero explican que no tienen luz en sus casas, que no tienen
tiempo y que, como Santiago que ya no ven bien. “Yo puedo ser sus ojos”, dice
Julián, exhibiendo el mismo entusiasmo de siempre. Así, acuerdan reunirse
también una vez a la semana para leer fragmentos de un libro en comunidad.
Al despedirme, con la promesa de volver (“todos dicen lo
mismo y nadie regresa”, se lamenta la profe), me quedo pensando en la cantidad
de actividades que desempeña Julián. Aunque le quedan seis meses, la Biblioteca
no se quedará sola. Casi desde que llegó, trabaja con Sandy, que vive cerca y
que ya maneja a la perfección los procesos de la biblioteca. Le queda a ella
continuar las actividades de Julián, y crear nuevas, dependiendo de las
exigencias de la comunidad.
Las historias, sin embargo, son otra cosa. Julián es un
convencido de que cada uno de los grupos que conviven en Buenavista tiene que
contar su propia historia y que nadie debería hacerlo por ellos. Solo así se
aseguran de hacerlo bien. Sin embargo, cuando les pregunto a los niños quién
quiere ser escritor cuando grande, nadie levanta la mano. Eso quiere decir que
aún hay trabajo por hacer.
* En
el marco del acuerdo de paz, el Ministerio de Cultura y la Biblioteca Nacional
de Colombia, instalaron 20 bibliotecas públicas móviles en zonas veredales y
puntos transitorios de normalización.
Por: Marta Orrantia
Especial para Agenda Hoy
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