Silvia Aponte o el fuego perturbador de una escritora
cerrera
Agosto 31 de 2019
El escritor Jaime Fernández Molano nos comparte esta
semblanza de la escritora araucana Silvia Aponte, en conmemoración del quinto
aniversario de su fallecimiento. La autora del 'Sapo Toribio' y 'Las
Guajibiadas' falleció el 31 de agosto de 2014 en Bogotá.
El ímpetu avasallador de una morenaza resuelta inauguraba
el umbral de la puerta de la casa de Consuelo y Carlos Augusto, en la séptima
etapa de la Esperanza (barrio de Villavicencio, Meta), todos los jueves, para
iniciar las intensas reuniones, hace casi cuarenta años, donde nos
encontrábamos con Manuel Acosta, Carlos Marín Herrera, Melco Fernández, Julio
Daniel Chaparro, José Vicente Casadiego León, Francisco Piratova y Nelcy
Jiménez, entre otros, y a las que asistíamos, como a un delicioso ritual, donde
la protagonista era la palabra.
Silvia Aponte (q.e.p.d.), escritora araucana. Foto: Gerardo Cadavid. |
Esa mujer, esa morena de fuego perturbador en su
espíritu, briosa como ninguna, volaba ya como potro desbocado por el inmenso
horizonte ilímite que le bullía entre sus sueños de escritora cerrera.
Esa mujer, no era otra que nuestra Silvia Aponte, hasta
entonces de Torres, para luego ser, simplemente de la Literatura.
Nacida en Puerto Rondón, Arauca, en 1938, hija de padre
venezolano y madre colombiana, nuestra escritora cerrera vivió sus últimos
cuarenta años en Villavicencio, y aquí escribió su obra entera, no obstante
haber recorrido los llanos colombo-venezolanos con sus historias, sus libros y
sus leyendas desde siempre.
Como en pocos casos en nuestra región, la vida y la obra
de Silvia Aponte es algo que forma parte ya de la historia y la cultura
llaneras. En las casas de la cultura y bibliotecas de todos los municipios del
Meta y de la Orinoquia, en las bibliotecas públicas de buena parte del país
(incluida la biblioteca virtual de la Luis Ángel Arango), en las universidades,
en las tertulias, en el comercio, en las calles, en fin, en todas partes se
habla de Silvia, y su obra se lee, se comenta, se avala, se rescata como uno de
los más grandes aportes a las tradiciones culturales y folclóricas de la
llanura colombo-venezolana.
Silvia, quien comenzó tardíamente a escribir (a los 37
años) es, sin lugar a dudas, la más representativa e importante escritora
llanera de todos los tiempos en Colombia. Y la autora más prolífica de la
región: completó veinte títulos publicados, además de dejarnos varias obras
inéditas, un nuevo libro (como siempre) listo para imprenta y otros tantos
proyectos en desarrollo.
Con el artista plástico y fotógrafo Gerardo Cadavid. |
Silvia fue quien abrió la brecha editorial a los nuevos
escritores regionales, al atreverse a publicar sin descanso desde hace treinta
cinco años, en su mayoría con esfuerzo económico propio.
Sobre su vida y su obra se ha escrito centenares de
artículos, reseñas, comentarios y ensayos, publicados en medios locales,
nacionales e internacionales; se han realizado producciones cinematográficas, y
toda clase de programas radiales y de televisión. Y todo porque Silvia es un
caso particular. Una llanera auténtica que en medio de los quehaceres
domésticos logró tejer sus historias, con un valor único para la cultura
regional: rescató parte fundamental de la tradición oral de los llanos para
dejarla impresa en la tinta indeleble de sus libros. Con su trabajo, Silvia
aseguró para el futuro la supervivencia de las costumbres, el folclor, la
historia y la cultura regionales, es decir, que buena parte de la memoria de
nuestra tierra ha sobrevivido gracias a su pluma, a través de sus testimonios
escritos.
Eran finales de los años setenta, en lo que se denominó
primero taller Llano Abierto, origen de lo que luego se conoció como
Entreletras. En 1977 Silvia había ganado, en un mismo concurso, el primero y el
segundo premios departamentales de cuento, con sus textos Lindo lindo y el
musiú y Camarita.
Fue en estas reuniones donde tuvimos el privilegio de oír
de su propia voz el cuento —ahora casi mítico— La Catira María Eucadia, que le
sirvió de título a su primer libro, de pequeño formato con escasas 58 páginas,
impreso en sistema caliente en los talleres de la Imprenta Departamental, con
carátula diseñada por Melco, el artista plástico del grupo; volumen publicado
en 1980, en el que se reunieron tres cuentos: La Catira y los dos textos galardonados.
En una de sus últimas presentaciones en público, en la Biblioteca Germán Arciniegas de Villavicencio. |
Para entonces ya hervían en sus primeras aguas los
fantasmas de Las Guajibiadas, la obra cumbre de Silvia, publicada por vez
primera en 1983. Allí, en las tertulias del grupo, leyó también sus primeros
borradores, que, a propósito, escribía en su obsoleta máquina que descansaba en
una mesita ubicada de manera estratégica, entre la sala y la cocina de su casa
del barrio El Retiro (Villavicencio, Meta).
La vida de entonces para Silvia se paseaba entre los
hervores culinarios de ama de casa, madre de seis hijos y esposa de un
sindicalista ortodoxo, y la ebullición de sus sueños literarios, que terminaron
atrapándola hasta el día de su partida, con su larga lista de libros publicados
en casi un centenar de ediciones y cerca de 200 mil ejemplares publicados,
legales y piratas. Porque Silvia también fue la única en tener ese extraño
honor de ser pirateada en sus ediciones. Además de La Catira María Eucadia y
Las Guajibiadas, recordamos Pocatil y Tilín en el reino perdido, El sapo
Toribio, El pescador de tradiciones, La canoa maravillosa, Rompellanos, Capitán
Guadalupe Salcedo, Adriana y su cerbatana mágica, Cuatro caballos del tiempo,
Guayare, Sonrisas de Dios, y Así me lo contaron, entre otros títulos.
Y volvemos atrás para recordar cómo la palabra era la
protagonista, porque allí la sana disputa, entre las siete y las once o doce de
la noche en aquellas reuniones, era por lograr un espacio para leer los textos
que, en general, acababan de salir en sus primeros borradores. Se leían pero
siempre a condición de recibir todo el palo posible… y en verdad, muy pocos
elogios. Luego, de manera individual se trabajaban, a partir de las
observaciones recibidas, pero siempre con autonomía del autor sobre lo escrito.
De esas reuniones quedaron muchas anécdotas, muchas
lecciones y eternas amistades.
Recuerdo, para sólo citar un ejemplo, que un día, en una
de las primeras reuniones, Silvia se enfureció al final de la lectura de uno de
sus cuentos, porque —según ella y refiriéndose a uno de los asistentes—: “ese
viejito huevón se duerme siempre que leo mis cuentos”. Y el viejito huevón no
era otro que Manuel Acosta Bejarano - Macosta. Pero la sorpresa nos la tuvimos
que llevar Silvia y los demás compañeros, cuando Manuel levantó la cabeza y
durante más de quince minutos ininterrumpidos disertó sobre lo divino y lo
humano, no sólo del cuento que acabábamos de oír, sino de la obra de Silvia.
Con el tiempo supimos que Manuel, como buen brujo en
ejercicio, entregado desde siempre al esoterismo y al mundo de los espíritus,
para escuchar con toda la atención posible, cerraba sus ojos, inclinaba la
cabeza —casi como un modelo para Rodin— y entraba en profunda meditación. Desde
ahí, creo, comenzamos también a respetar los sueños de Manuel, quien junto con
Silvia, es otro insigne integrante del grupo.
Nos podríamos extender muchas cuartillas más recordando
episodios que cuentan la historia de los protagonistas de los movimientos
culturales de nuestra región, y en su centro mismo y en la cúspide, la
escritora, la investigadora, la soñadora, la vendedora y la financista de sus
propios libros, la no bien ponderada Silvia Aponte.
Esta mujer que ha tejido su propia historia, como ocurre
siempre en este país, gracias exclusivamente a su propia fortaleza, a su
talento innato, a su verraquera de mujer llanera y de escritora cerrera, que no
tuvo sino apoyos coyunturales, resultado más de afectos o admiración personal
de algunos pocos, que a veces, le brindaron una mano desde diversas instancias
del poder; pero no como resultado de verdaderas políticas culturales que
estimulan y valoran a nuestros creadores insignia de este territorio.
Y aquí, nada mejor que transcribir apartes del prólogo de
una de sus obras, donde Silvia se sienta a escribir un breve perfil suyo,
frente al espejo que tanta imaginación le ha desbordado.
Así se describe ella:
“Soy Silvia, la hija del contador de cuentos; cuando era
muy niña, mi padre se sentaba conmigo en el patio durante las noches de luna
clara y me contaba los cuentos de su repertorio, los mismos que le contó su
papá cuando él era chico, pero el mío tenía la magia de meterme en el mundo sin
regreso de sus fantasías, que se desgranaban de su memoria prodigiosa; yo
sentía que mi padre, la noche, la luna y el silencio, eran lo único que
existía, porque él había creado un mundo únicamente para mí.
"Yo era su público y él era el malabarista jugando
con el llano, con el paisaje, con los elementos: la luna enamorada de un lucero
vespertino, pero también el miedo jugaba con el romance, como aquella noche en
que un espanto del cielo le comió media cara; y seguía jugando con los
elementos: el chubasco con su carrera veloz, hacia mugir el viento, el
chaparrón gritaba enfurecido convirtiéndose en la fuerza telúrica de una
amenaza destructora sobre el inmenso llano acobardado, luego pasaba a lo
lírico, como el Orinoco y la Diosa de Cristal, mientras yo creía atravesar el
gran portal del misterio para seguir su narración fluida, que saltaba de lo
bello hacia el camino de los espantos, como Federico el comeperros, la
Madremonte, el Cacacuy, la diosa Piaroa, para meterse en la selva profunda, en
las ramazones verdes y tupidas, en las sestas caprichosas de las orquídeas,
donde el indio selvático acuesta en su chinchorro de tramado, su tristeza y la
condena del hambre.
(…) Bueno, conforme mi padre me contó estas historias,
ahora yo se las cuento a ustedes queridos lectores; ojalá que les guste.”
Finalmente, creemos que la vida y la obra de Silvia
Aponte, esa mujer, esa morena de fuego perturbador en su espíritu, briosa como
ninguna, que sigue volando desde siempre y ahora en la eternidad, como potro
desbocado por el inmenso horizonte que le bulle entre sus sueños, no se podrá
encerrar en breves párrafos. Pero lo cierto es que sin su vida y sin su obra,
el Llano, su tradición, su oralidad, su folclor, su historia y su cultura,
jamás serían lo mismo. Tal vez se hubiera perdido un enorme legado, de no ser
porque Silvia Aponte se jugó toda su vida para dejar, bajo la huella indeleble
de lo escrito, el Llano entero fundido entre sus páginas.
Un ser mágico e irrepetibles como Silvia nos inunda hoy y
para siempre, desde su estatura, de esa felicidad eterna de la palabra, que
brinda la pluma de un espíritu puro, auténtico y avasallador como ninguno.
Jaime
Fernández Molano
Escritor
y periodista
Especial
Para Agenda Hoy
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