Doña Chela
Texto: Andrés Molano TéllezFotos: Óscar Fabián Bernal
Trujillo
Diciembre 9 de 2024
Graciela Jiménez solía golpear contra una piedra
pantalones, camisas y faldas en un improvisado lavadero a orillas del caño
Parrado, en el barrio El Triunfo de Villavicencio. Aquel sonido rudimentario,
es ahora un eco perdido entre los matorrales que bordean el río. A sus 69
años, doña Chela, como le dicen en su barrio, es una de las últimas lavanderas
que aún persisten en esta labor que el tiempo ha condenado al olvido.
Graciela Jiménez, doña Chela. |
Hace 39 años, llegó con su familia a un barranco junto al caño. Allí levantó un ranchito con tablas y techo de zinc; era una época de pobreza aguda y trabajo al azar. Su esposo, conductor de camión, dejaba la casa temprano en busca de un sustento, pero muchas veces llegaba sin dinero. Entonces, doña Chela transformó sus manos en herramientas de lucha; empezó a lavar ropa para sobrevivir. No era solo un oficio, era un acto de resistencia.
«Lavar no era fácil», cuenta con una sonrisa casi
fingida mientras sostiene en su mano un pantalón viejo que cuelga de un gancho. «Había
que madrugar y el frío se te metía hasta los huesos. Las manos se entumían,
pero ahí seguías, porque los niños no esperan para comer», calla por unos
segundos, y sigue colgando la ropa en las rejas de la puerta de su casa,
también en la ventana que da a la calle. Su hogar ya no es de tabla ni de zinc,
las paredes son en ladrillo, apenas pañetadas y pintadas de un blanco que
carcome la humedad, y al filo de la cocina se observa el borde del barranco, y
abajo, la aguas que corren río abajo en medio de la vegetación.
Doña Chela extiende la ropa para que se seque en las rejas de su casa, en el barrio El Triunfo. |
Durante las temporadas de lluvia, cuando las crecientes hacían desaparecer las piedras bajo el agua, ella buscaba otro espacio más elevado para continuar con su trajín. Sus piernas, siempre en contacto con las piedras húmedas, terminaron pagando el precio: hoy, el dolor en sus rodillas le recuerda cada día de trabajo. Cuelga la última prenda y camina hacia una vieja mecedora desde la puerta que da a la calle, donde me encuentro con Óscar, el fotógrafo que me acompaña en un recorrido río abajo en busca de historias, como la de doña Chela, quien ahora se sienta con pausa en la vieja mecedora de mimbre de plástico, y con la mano izquierda en la rodilla, se queja del dolor.
—¿Es causa de su oficio? —le pregunto.
—¡Obvio que sí! Hay días en los que amanezco
sin poder moverme, porque allá uno recibía muchísimo frío, y este se
concentraba, sobre todo, en las rodillas. Muchas veces no tenía la
precaución de ponerme un caucho para protegerme, y, claro, ahora vivo muy
enferma.
Doña Chela, al fondo de su casa. |
—¿Cuántas lavanderas había?
—En ese tiempo —responde— había como más de 20
señoras que lavábamos ropa; solo que la mayoría se ha ido del barrio: unas
vendieron las casas, otras ya han fallecido, y las que quedamos somos pocas.
—¿A quién recuerda como la primera lavandera del
barrio?
—Elena Agudelo. Ella fue la matrona de ese
emprendimiento de lavar ropas.
—¿Por qué?
—Resulta que, en ese tiempo, cualquier persona
llegaba, bueno, sumercé sabe quién lava ropa, yo trabajo en eso, yo lavo ropas.
Cuando ella tenía mucho trabajo, entonces mandaba a las personas para acá, o
para donde Gladys, o donde doña Flor, para donde Margarita, que también crio a
nueve hijos con solo lavar, porque los hombres se dicen hombres solo para
procrear, pero para criar solamente hay mamá.
—¿Y ella les pedía algún tipo de comisión por
referirlas?
—No, ella nunca nos quitaba nada. Mire, decía, la
señora también arregla ropa. Yo le lavé a más de 65 petroleros, gracias a eso.
Elena, la matrona de las lavanderas, falleció
hace unos siete años, recuerda doña Chela; siempre le decía que este caño era su
salvación, y tenía razón. Gracias a este trabajo, sus cinco hijos «nunca se
fueron a dormir sin comer», dice con orgullo, mientras el mayor, abajo en el
barranco, reconecta una manguera que la noche anterior se desprendió y con la
que recogen el agua de otro nacimiento que cae al contaminado caño Parrado.
Parte trasera de la casa de doña Chela. |
Los lavaderos
Son varios los lavaderos instalados en la ronda
del caño, entre cuatro y siete, pero no todos funcionales, tampoco están en el
río, sino unos metros arriba de la montaña, para evitar el contacto con el agua
contaminada. Las superficies de los lavaderos, donde se restriega la ropa, son
láminas rectangulares fundidas con cemento, balastro y varilla, con una
textura áspera para el restregado. Las piletas de cada lavadero son canecas de
metal llenas de agua, con orificios de los cuales cuelgan mangueras sujetadas
por alambres que atraviesan el cañón del río. Gracias a la fuerza de la
gravedad, el agua fluye constante desde uno de los nacimientos desde donde
captan el líquido.
—Buenos días, ¿usted es el hijo de doña Graciela?
—le pregunto a un hombre que, abajo en el barranco, con destornillador y
alicate en mano, manipula algunos cables con los que sujeta la manguera del
lavadero de doña Chela.
—Yo soy el marido —sonríe.
—Ella nos comentó que por acá estaba el hijo —le
digo.
—Yo soy vecino, no soy marido de Graciela —aclara
y vuelve a sonreír.
Se trata de Luis Felipe Rincón, uno de los
vecinos del barrio, a quien, la mañana anterior, doña Chela le había pedido el
favor de ayudarla con los arreglos de la manguera. Ahora, el hombre toma con
su mano una guaya y explica que se había reventado. La función, agrega, es
similar a cuando uno se amarra los pantalones: sin cinturón, no se pueden
ajustar. Sin esta guaya, explica mientras la aprieta en su mano, no se puede
templar la manguera para traer el agua.
Luis Felipe Rincón, el vecino que ayuda con el mantenimiento de los lavaderos. |
—La señora Graciela me pidió que le fuera
arreglar la manguera y vine.
—¿Cobra por el arreglo?
—Qué me voy a poner a cobrar, por ahí un pico que
me de la vieja, un piquito, no más —se ríe.
—¿Y la misión de ustedes es llevarle esto a los
de medio ambiente? —nos pregunta como quien cae en la cuenta de que algo no
marcha bien.
—No, vinimos a realizar una crónica sobre las
lavanderas y el caño —le respondo.
—Ah, entonces les voy a contar la importancia de
esta agua tan divina —pero no se refiere a la que fluye del Parrado, pues está
contaminada, sino a la que captan de un nacimiento al otro lado de la montaña,
la misma que consumen y con la que lavan.
Así como doña Chela, el hombre también tiene un lavadero,
pero explica que está en desuso, pues el agua de las lluvias amenaza con
filtrarse y desmoronar parte del barranco que lo sostiene.
«¡Ya está bien, está llegando bien, ya véngase!»,
grita de repente en dirección al otro costado del río, sin terminar la
conversación. Allá está Hugo, el hijo de doña Chela, verificando el otro lado
de la manguera. Cinco minutos después, llega al encuentro. «Listo, pá», replica.
—¿Usted es el padre? —le pregunto.
—No —interrumpe Hugo—. Le digo así porque él me
vio crecer; a él lo quiero como si fuera mi papá.
—Hace unos minutos le preguntaba a su mamá sobre
el caño, y a ella le trae mucha nostalgia, ¿para usted qué significa?
—Significa amor.
—¿Qué recuerdo le trae?
—Recuerdo a mi papá, porque con este señor íbamos
los tres a arreglar el agua.
Luego calla, suspira.
Algunos lavaderos están en desuso. |
Las aguas del caño Parrado
Quién podrá creer ahora que el agua del caño era
milagrosa, como lo repite doña Chela: «Más pura que la de Postobón», asegura.
Pero hoy, la verdad es otra; su cauce lleva también basura, desechos y
recuerdos de una época en que los más pequeños se bañaban sin temor en sus
aguas.
Caño Parrado, en el sector de El Triunfo. |
«En este momento no se puede, porque somos tan inconscientes. Por lo menos, se muere un perro y se les hace más fácil botarlo al caño, porque el caño crece y lo arrastra, o cogen una bolsa de basura y la botan allá», agrega mientras acaricia a Messi, el perrito criollo de uno de sus nietos, que ahora bate la cola al vaivén de la mecedora, como si presintiera algo.
Caño Parrado |
Las aguas de caño Parrado, que brotan cristalinas en la vereda Buenavista, en Villavicencio, en el filo de la cordillera Oriental, terminan cargadas de desechos humanos tras recorrer los 7,8 kilómetros que tiene el cauce desde su nacimiento hasta su desembocadura en el río Guatiquía. De ese trayecto, solo 2,7 kilómetros se encuentran dentro del perímetro urbano, el cual, según el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC), abarca las zonas de influencia de los barrios Brisas del Guatiquía, Emporio, El Triunfo, Esmeralda, Cedritos, Centro, Doce de Octubre, Nueva Granada, Pradera, Rosal, Villa Julia y Playas del Caño Parrado. Pero el afluente también pasa por las veredas Mesetas, Contadero y Buenavista.
Según Cormacarena, caño Parrado es «uno de los
cuerpos hídricos que presenta una de las mayores problemáticas socioambientales
del territorio, relacionadas
con la generación de impactos y afectaciones de tipo ambiental, propiciadas,
entre otros aspectos, por vertimientos de aguas no autorizadas».
Camino por el que se desciende hacia los lavaderos en el sector de El Triunfo. |
El ocaso de un oficio tradicional
Cuando doña Chela se convirtió en lavandera, hace
casi cuatro décadas, las jornadas eran extensas; incluso su hija, al llegar
del colegio, bajaba al caño, armaba un fogón y allí preparaba el almuerzo o la
comida: yuca, papa, arroz y, pocas veces, un pedacito de carne que tenían que
estirar tanto para alimentar varias bocas. Los mejores clientes eran los
médicos y los petroleros. Una docena de ropa lavada y planchada —porque también
incluía ese servicio— costaba 600 pesos, aproximadamente. Hoy, la tarifa ronda
los $25 mil o $30 mil por la misma cantidad de prendas, pero los clientes siguen
desapareciendo.
«Todo inició con la llegada de la lavadora, la
tecnología disminuyó el trabajo. Ahora casi todas la usan», dice. Sin embargo,
ella prefiere lavar a mano, algunas veces lo hace dentro su casa, para evitar
el descenso al caño, pero
últimamente se ha visto obligada a bajar. «Los recibos están llegando muy caros,
entonces, toca aprovechar el agua», confiesa.
Aunque hoy su vecino, quien es como el padre de
su hijo, le ayuda con el mantenimiento del lavadero, doña Chela y las otras
lavanderas, en el auge de este oficio, lo hacían por su cuenta. «Había que
buscarle el nivel al agua para que llegara con fuerza, y a nosotras nos tocaba
pasar todo el santo día en el monte arreglando las mangueras. Muchas veces
las dejábamos listas, pero al llegar al lavadero el agua no llegaba: había
cogido mucho aire. Entonces, tocaba devolverse, destaparlas y drenarlas para
que el agua volviera a correr con fuerza», recuerda.
La ropa se transportaba envuelta en enormes
sábanas que, con habilidad y práctica, se convertían en improvisados maletines.
Las lavanderas recogían las cuatro puntas de la tela, hacían un nudo firme y
creaban un paquete compacto que cargaban sobre sus espaldas, asegurándolo con los brazos cruzados. Parecía
un ritual cotidiano, tan común que nadie pensó en documentarlo, menos en
fotografiarlo. «Uno nunca tuvo la precaución, ni imaginó que eso algún día se
vería como una tradición», comenta Graciela, quien aún recuerda esas escenas,
donde las mujeres, con sus bultos de ropa al hombro, se encaminaban hacia el
caño.
—¿Y sumercé alcanzó a conocer cuando era la
Pelton la que generaba energía? —le pregunta Óscar, el fotógrafo que me
acompaña, refiriéndose a la planta que en 1915 empezó a generar por primera vez
la electricidad en Villavicencio.
—Sí, donde es el colegio Líder, en el Parque
Infantil.
—¿Alcanzó a pagar recibos ahí?
—Claro.
—Es que nosotros consideramos que el caño Parrado
tiene más historia que el caño Gramalote —le decimos.
—Obvio, porque eso es una fuente de ingreso, de
vida, de todo.
Sí, de todo. Y es que, a orillas del caño Parrado, en el costado norte de la plaza Ricaurte, hoy Parque Infantil, se instaló la primera planta eléctrica de Villavicencio, un símbolo vendido como progreso en un territorio que empezaba a alumbrar sus noches. Impulsada por la fuerza hidráulica del caño, esta máquina estadounidense marcó el inicio de un cambio en la vida cotidiana de los habitantes, quienes por primera vez dejaron atrás el cebo y las velas.
El proyecto, tal como se reseña en el periódico Eco
de Oriente, fue liderado por Jorge Ricardo Vejarano, empresario del Cauca,
y su socio Francisco Arango, quienes lograron la primera concesión eléctrica de
la ciudad. La planta debía alimentar quinientos focos y mantener el servicio
entre las 6:30 de la tarde y las 6:00 de la mañana, pero la sequía estacional
del caño convertía el suministro en un lujo intermitente, cuya historia, hoy
con otro nombre, parece repetirse con apagones constantes.
Un símbolo de resistencia
Así como el caño teje su propia historia, las
lavanderas tejían a la vez las suyas. Mientras sus manos se hundían en el agua,
compartían risas, secretos y sueños, como si la corriente arrastrara también
sus penas. Así lo vivió doña Chela, quien halló en el caño un espacio para
desahogar los golpes que la vida le dio.
—¿Y cómo fue su vida?
—Para qué les cuento. Yo soy de Guamal, Meta —dice con nostalgia.
A los siete años empezó a trabajar en casas de
familia, convencida por promesas de ayuda económica, luego de que sus padres
vendieran la finca de su niñez para marchar al municipio de San Martín. «Cuando
llegué allá, no era para cuidar a una niña, como me dijeron. Me pusieron a
lavar ropa, cocinar y hacer de todo». Los desayunos eran un vaso de jugo de
limón y una galleta de soda, y los castigos eran frecuentes. «Un día me
golpearon, pero les dije, a mí no me peguen, que ustedes no son mi mamá. Con
dos pesos que me dieron, me fui para Acacías donde mi mamá».
Pero a los 14 años, su destino fue decidido por
otros. «Mi hermano llevó a un hombre de 47 años a la casa. En ese tiempo,
era como hacer un negocio. Así terminé casada con él». Aunque tuvo hijos,
nunca fue feliz. «No fue mi elección, fue una obligación». A los 23, decidió
romper con esa vida. «Él me llevó a Santander, pero no aguanté más. Me vine
con mis hijos y empecé de nuevo», pero esa nueva vida, ahora en Villavicencio,
a orillas del Parrado, era solo trabajo y más trabajo, no le quedaba tiempo, y su
nueva pareja, dice, no era la más indicada. Nunca, ni siquiera un domingo,
le ofreció un respiro, una invitación sencilla, aunque fuera para comer, como
dice ella, unas papas saladas bajo el cielo del mirador de Cristo Rey. Nunca lo
hizo. Y ella, atrapada en su propio silencio, nunca se atrevió a ir sola.
«Si uno se iba solo, cuando regresaba, le daban
su pela por haberse ido por allá», dice, y sus ojos, cargados de lágrimas,
parecen volver a aquel tiempo sombrío.
Confiesa que fue una mujer sumisa, de esas que cargan el peso de un mundo que
no escogieron. «Por eso, nunca tuve la fuerza para decir, como digo ahora: Hoy
no voy a hacer de comer. Ahora sí lo hago. Hoy les digo a mis hijos: ni sábado,
ni domingo, ni festivo le cocino a nadie. Ya estoy cansada de tanto trabajar, y
uno aprende a no dejarse manipular».
Doña Chela aprendió a resistir, a luchar. Su historia, marcada por la resistencia, se teje con los mismos hilos de lucha y dignidad con los que ha lavado ropas durante décadas, entre las aguas de un caño que ha sido testigo de su fortaleza. Y, aun así, Graciela sigue allí, en su casa humilde junto al barranco, meciéndose en su silla a la espera de más ropa por lavar. «No me imagino viviendo lejos de este lugar», dice con certeza, como si el caño fuera un miembro más de su familia, como si su vida estuviera atada a esa corriente de agua que la salvó tantas veces de naufragar en la miseria.
Este
contenido se realizó con el apoyo del programa municipal de estímulos 2024 de
CORCUMVI.
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