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De trinchera de guerra a corredor turístico


No hay vuelta atrás

Enero 7 de 2020

Un exguerrillero de las Farc nos conduce hacia uno de los paraísos que la guerra ocultó, ahora convertido en destino turístico y cerca de un poblado fariano.

 Veinte metros es la altura aproximada del salto Caño Rojo, cuyas aguas reflejan un tono rojizo por la sedimentación de las rocas. 



     Dixon camina como un perseguido, como si aún le huyera a la muerte, como acechado por las tropas del Ejército, de los paramilitares, pero quienes pisan sus talones son periodistas, o más bien corresponsales de paz y turismo que se abren paso por en medio de lo que podría haber sido un sendero de guerra; ya no escucha con miedo el fragor de las ráfagas de ametralladoras, ahora goza del melodioso trinar de las aves y del correr del agua entre las peñas que en otros tiempos sirvieron de escudos de combate. Lo siguen porque él es uno de los guías de Paraísos Ocultos, proyecto ecoturístico liderado por excombatientes de las Farc y dentro del cual aparece el sendero del agua en la vereda Buenavista, en Mesetas (Meta), al que nos dirigimos.

Hermosas colinas, cerca de la cordillera Oriental, adornan el paisaje de los senderos de Paraísos Ocultos, en la vereda Buenavista de Mesetas (Meta).

     Su paso es ligero, como cuando era enfermero de la guerrilla, pero su aspecto físico, de abdomen voluminoso y mejillas abultadas, delatan la tranquilidad de su vida. Dixon nació en Neiva hace 26 años, pero desde los 12 se convirtió en David, un alias que adoptó tras su ingreso a la guerrilla y del cual ya no puede deshacerse. «Así me conocen mejor», dice.
     La vereda en la cual nos encontramos se alza sobre una meseta en las estribaciones de la cordillera, una de las antiguas zonas de operaciones del Bloque Oriental de la guerrilla de las Farc y en la que hoy, luego de los acuerdos de paz con el gobierno colombiano, varios de sus integrantes se han agrupado en un pequeño poblado fariano, sobre 22 hectáreas de terreno arrendado, donde se respira paz, pero cuyo acceso es tan agreste como lo fue en los tiempos de guerra por las condiciones del terreno.

Dixon ha realizado cursos de rescate en alturas que le han permitido adelantar trabajos de guianza turística. 

     Aunque son 133 kilómetros de carretera pavimentada desde Villavicencio hasta Mesetas —al sur, por la llamada ruta Sierra de La Macarena—, para llegar a la vereda Buenavista es obligatorio lidiar con una vía destapada, cubierta de barro color ocre y escaso material de río mal esparcido. Dos horas fueron necesarias para alcanzar los 22 kilómetros de sacudones de lado a lado —como velero en altamar— que nos separaban del casco urbano, a bordo de una camioneta tipo van para 18 personas, 17 de ellas periodistas que, como yo, llegamos a conocer las iniciativas productivas de los excombatientes y sumergirnos en uno de sus proyectos turísticos.
     El poblado es en realidad uno de los 24 Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR) creados en Colombia y administrados por la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN), en los que hay registrados 3.246 militantes de las Farc en proceso de reinserción a la vida civil. El gobierno bautizó el espacio como ETCR La Guajira, nombre que se le dio creyendo que su ubicación geográfica correspondía a la vereda del mismo nombre (La Guajira), cuando en realidad hacía parte de Buenavista; sin embargo, para los excombatientes es el espacio territorial Mariana Páez, en homenaje a una guerrillera caída en combate, ideóloga de las Farc, experta en comunicacioes y explosivos.

Cada uno de los excombatientes tiene derecho a una habitación en estos módulos de vivienda construidos en drywall y tejas de zinc.

     Antes de iniciar el recorrido a través del sendero de Paraísos Ocultos, funcionarios de la Agencia y excombatientes nos recibieron en aquel poblado compuesto por cerca de 500 unidades habitacionales construidas en láminas de yeso (drywall) y tejas de hojalata (zinc), con baterías sanitarias compartidas, panadería, guardería, dos restaurantes, hotel, sala de internet, biblioteca y ludoteca —bastante pobres en textos—, dos billares, gallera, un parque, un aula y una iglesia cristiana del centro mundial de Avivamiento, irónico porque la mayoría de militantes de las Farc conservan aún la ideología marxista y tienen tatuada en su mente la frase célebre de Karl Heinrich Marx​​: «La religión es el opio del pueblo». Pero la paz les permite ahora, como reza la Constitución, la libertad ideológica, religiosa y de culto.
     Datos de la ARN hablan de una población de 213 personas en el ETCR La Guajira, pero por lo que se observa en el entorno apenas un promedio de 100 permanecen allí, y cuentan sus habitantes que tal vez 30 son familiares o esposas de los excombatientes quienes decidieron unirse en familia. «Entran y salen», reitera Dixon sin ampliar detalles y continúa la guianza; viste deportivo, con camiseta licrada ajustada a su abdomen prominente, gorra amarilla, pantaloneta negra, zapatos de río y calcetines blancos cual tendencia citadina en tierra de calentanos. Frente a una valla de Mariana Páez y el mapa del sendero, explica que el proyecto ecoturístico fue financiado por el gobierno de Noruega a través del programa Ambientes para la Paz, y que en el punto donde nos encontramos estuvo el príncipe noruego Haakon Magnus el día de la inauguración. Hay vestigios de su visita, piedras pintadas de tinta roja y cruces azules están dispersas en el suelo.

Esta es una de las habitaciones disponibles para los turistas en el Eco Hotel. La noche tiene un costo de $15.000, por persona, y también hay planes desde $120.000 para recorridos turísticos.

     —Aquí, si observan este módulo blanco —apunta con el dedo índice un detalle del mapa—, va a ser uno de los sitios de injerencia turística. Hace poco se aprobó un programa con Naciones Unidas para el tema de la construcción de un eco-hotel en el espacio territorial. El de ahora se va a demoler y se edificará uno nuevo en guadua, algo campestre.
El actual eco-hotel es el primer bloque que se observa al ingreso del poblado de excombatientes, una construcción de 20 habitaciones con las mismas características de las demás viviendas, pero más rudimentario y con capacidad para 50 o 60 personas en acomodaciones dobles y triples. Son cajas de yeso que filtran el frío de las noches por entre la luz que dejan el techo y los muros, de camarotes metálicos divididos en camas sencillas, de tal forma que en los orificios de los tubos de cada esquina incrustaron cuatros palos de madera para sostener un improvisado mosquitero.

Al salto El Paraíso se llega a través del llamado sendero del agua y es uno de los lugares para la práctica de barranquismo (descenso por cuerda en cauce de río).

     Dixon apura el paso y mientras avanza le lanzo una seguidilla de preguntas antes de alcanzar el río, cuyo sonido se percibe a la distancia. Hemos caminado unos 300 metros, bordeando el poblado, para conocer algunos proyectos productivos.
     —¿Por qué ingresó a las filas de la guerrilla? —comienzo a preguntar.
     —Porque me gustaban las armas.
     —¿Cómo fue ese paso?
     —Yo soy oriundo de Huila, de Neiva, estaba estudiando y me vine a unas vacaciones a Uribe donde mi mamá, entonces decidí irme para las Farc.
     —¿Pero por qué toma esa decisión?
     —Por aventuras de chinos.
—¿Y cómo los contacta?
     Estaban por todo lado. Yo llegué y le dije a un guerrillero: me quiero ir, y me llevaron sin tanto protocolo. Nunca me arrepentí.
     —¿Cuál fue su papel en las Farc?
     —Yo fui médico y jefe reemplazante como de 25 hombres, por aquí operé —señala hacia el costado derecho en dirección a un sendero oculto sobre un tupido bosque que abrió la guerrilla sin pensar siquiera que ahora por allí se abriría paso el turismo—, pero hoy no iremos hasta allá, el recorrido completo es de dos kilómetros o tres horas, y el tiempo apremia.
     —¿Dudó en algún momento del proceso de paz? —le pregunto sabiendo que sus ojos brillan al andar en este paraje. Parece no haber escuchado y acelera el paso.

 La vía que va desde el centro del municipio de Mesetas hasta la vereda Buenavista se encuentra sin pavimentar. En épocas de lluvia es bastante difícil el acceso.

     Hemos caminado por entre un cañaduzal pequeño y mal cuidado, con rastrojo. Hemos bordeado unos diez criaderos pequeños de cachamas, la mitad sin gota de agua y en trabajo de excavación. Hemos cruzado unas huertas pequeñas para el autoconsumo y nos detenemos ahora junto a una cancha polvorienta de fútbol, la misma en la que se adelantó el evento final de la dejación de armas. Dixon señala que la construcción verde al otro lado de la cancha, a nuestras espaldas, se convertirá en un museo de memoria fariana, si el Ministerio de Turismo aprueba un proyecto en el que vienen trabajando. Se ufana también de liderar un proyecto productivo de ganadería sostenible a dos horas y media de allí, en la vereda El Turpial, y el cual le significó una invitación al IV Encuentro de Jóvenes de la Alianza del Pacífico en Ciudad de México, del cual regresó hace un mes largo.
     El discurso de Dixon ha sido escuchado igualmente por reporteros de National Geographic, Noticias Uno, El Tiempo, Univisión, agencias de noticias y periodistas regionales, quienes armados con cámaras y drones quieren revelarle al mundo los paraísos ocultos; también por visitantes extranjeros atraídos por el turismo rural, el de posconflicto, quizás hastiados de tantos paseos de lujo.

En el frente de la imagen se aprecia el centro de Avivamiento, y atrás de él, la panadería Amasando Sueños, uno de los proyectos productivos de un grupo de excombatientes.

     Noruegos, británicos, italianos y mexicanos han registrado las más recientes visitas en la zona, que de haberlo hecho en tiempos de combate equivaldrían a tallar sus propios epitafios por anticipado. Todos ellos han pisado estas tierras onduladas en las faldas de la cordillera, de tapetes verdes, y observado a lo lejos —como lo hacemos hoy— la colina en la que se posa la escuelita de Buenavista: hijos de excombatientes y de campesinos reciben cátedra de paz, a un kilómetro de distancia de donde nos encontramos. Hemos caminado durante unos veinte o treinta minutos hacia el sur y en el horizonte cercano se alza un bosque tupido que, de no ser por el ruido del agua, no imaginaríamos que esconde el río que en verano se torna rojo, no por la sangre derramada en el pasado, sino por la sedimentación de rocas y hojas que caen al fondo. Es caño Rojo, cuyas aguas antes de fundirse con los ríos Peñas y Zanze caen y forman las cascadas Paraíso, salto Caño Rojo y una piscina natural, que en conjunto son los paraísos ocultos en un tramo conocido como el sendero del agua.

Los excombatientes también le apuestan esporádicamente a las peleas de gallos. Esta es la gallera del ETCR La Guajira.

     —¿Si en la guerrilla fungió de médico cómo explica que ahora se incline por el turismo? —le pregunto, tras alcanzar el bosque y aprovechando una parada sobre unas lajas resbalosas que rodean un riachuelo. El agua cae dentro de un hoyo en el suelo como tragada por la tierra y se pierde entre arbustos y árboles.
     —No me dediqué a la medicina porque era dedicarme cinco años a estudiar, y la medicina en Colombia es costosa y compleja, eso no es lo mío, estoy estudiando ingeniería civil en la Universidad Santo Tomás, en Villavicencio. Voy cada ocho días y salí de hacer un diplomado sobre Sistemas de Información Geográfica en la Universidad Externado de Colombia.
     —¿Cómo se ve en 10 años?
     —Me imagino como empresario.
     —¿En dónde?
—Donde sea, yo no tengo raíces en ninguna parte —afirma Dixon, antes de explicar que tiene cuatro hermanos por parte de su mamá, quien aún vive en una finca en Mesetas desde la cual huyó Dixon el adolescente, y ocho por parte de papá, radicado en Neiva, y de todos, agrega, él fue la oveja negra. Ya es padre de dos pequeñas, su primera niña nació estando él en armas y la menor es hija de la paz. Tiene dos años.

Así luce actualmente el Eco Hotel que administra un grupo de excombatientes de las Farc, en el ETCR La Guajira, en Mesetas (Meta).

     Empezamos a descender, primero por un costado derecho entre el bosque para descubrir la piscina natural, un empozamiento de agua cristalina en días soleados, pero algo turbia por las lluvias intermitentes que parecen haber caído en las últimas horas arriba en la cordillera. De regreso descendemos en línea oblicua y serpenteando una pequeña trocha intervenida con cuerdas de seguridad y escalones tallados en barro a punta de pica y pala. La cascada Paraíso, de unos veinte metros de altura, aparece por entre los matorrales en medio de un cañón tapizado en roca y diez minutos después, más abajo, alcanzamos el salto Caño Rojo encajonado en muros de roca escalonada al filo de un pozo de agua cristalina.
     —¿Dudó en algún momento del proceso de paz? —apoyado sobre la pared rocosa insisto en la pregunta pendiente.
     —Después de que le apostamos al proceso no había vuelta atrás —responde, y entonces se adelanta un par de metros equilibrando su cuerpo sobre el borde de las rocas, se encoje en hombros y estira los brazos. Se zambulle con la libertad que da la paz.
     Tiene razón, ya no hay vuelta atrás.


Angélica María Rodríguez Ballesteros
Agenda Hoy



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