Y fundido se quedó (cuento)
Por Rubén Darío Romero Castro
Cuando el sol despierta en enero, Andrés enfrenta un infierno que fundirá más que solo la ciudad: sus sueños y realidad se derretirán en un día apocalíptico.
Al amanecer del jueves 25 de enero la temperatura subió tanto
que, cuando Andrés Hurtado cogió los pañitos húmedos para secarse el sudor y
remojarse la frente y la barba, no encontró sus pétalos empapados y
aromatizados, sino un manojo retorcido de hojas resecas y amarillentas por el
calor.
Fue tanto el calor que parecía que el sol no hubiera cerrado sus
persianas durante la noche para dormir. Un inusual brillo que atravesó las
cortinas a las 5:50 de la mañana hizo saltar de la cama a Andrés. Pensó que si
el sol seguía calentando así, se derretiría antes de la hora del almuerzo.
Entró al baño y abrió el grifo de la
ducha esperando que saliera agua fría para refrescarse, pero del tubo de la
regadera cayó un chorro humeante que hizo que se bañara en dos minutos.
Apurado por el sofoco entró a su
alcoba que parecía un reverbero y prendió el ventilador. De sus aspas salieron
brasas de aire que le hicieron sentir miedo. Pensó: «¿Será que hoy se va a
acabar el mundo o nos vamos a derretir todos?»
El prematuro sol y el agua caliente,
a las 6:35 de la mañana, le anunciaban un día apocalíptico.
Sugestionado por lo que
estaba viendo y sintiendo, se vistió con un bóxer negro, el yin que
más le gustaba, una camiseta polo amarillo pollo y los tenis azules. Decidió
irse para la oficina y trabajar allá, bajo la frescura del aire acondicionado.
Bebió sin parar un vasado de jugo de
lulo, le dio tres mordiscos a una arepa de queso con huevo y sintió que el
sudor escurría a chorros por su espalda.
Agarró su morral con el portátil, se
lo acomodó en la espalda y al cerrar la puerta de su apartamento oyó la voz de
José, el vecino del piso de arriba, que le decía: «Ahora sí, para colmo de
todos los males, a estos perros desgraciados de la electrificadora les dio por
quitarnos la luz y nos vamos a cocinar vivos», dijo aullando de rabia.
Andrés no tenía más de 30 años, vivía
solo en un modesto apartaestudio del barrio La Azotea de Villavicencio, y
escribía notas de actualidad y cultura para una revista.
Afuera, en calles y avenidas, el
astro de fuego con sus rayos irradiaba un envolvente calor que empapaba la ropa
de los transeúntes y de quienes iban en buses y carros de servicio público.
Todos se sentían como si estuvieran metidos en una inmensa olla puesta en el
fogón.
Bajando por la 38, se tropezó con
doña Berta, una vecina jubilada, que al verlo le dijo: «Andrés, Andrés, ponga
ahí en su revista que ahora sí llegó el día del Apocalipsis y del
arrepentimiento, porque lo que estamos padeciendo hoy es el mismísimo infierno»,
se santiguó y siguió su marcha.
Pensó que a lo mejor la vecina podría
tener alguna razón y sintió algo de susto.
Miró su celular y eran las 7:15 de la mañana. Caminó de prisa en dirección
al paradero del bus buscando la sombra de los árboles porque sentía que se iba
a derretir del calor, y renegó porque no había tantos como quería.
Añoró con nostalgia el pino y las
ceibas en donde se columpiaban con su hermano cuando iban de vacaciones a la
finca del abuelo. Lamentó que ahora la codicia los estuviera talando sin una
pizca de consideración por el planeta y por quienes lo habitan.
Por las calles veía gente que andaba
con las sombrillas abiertas como si estuvieran protegiéndose de un aguacero de
rayos dorados que calentaban hasta quemar. «A diez mil, a diez mil, lleven por
esa módica suma su sombrilla para que el sol no los derrita», gritaba un negro
de cachucha y chancletas con una docena de todos los colores colgadas en sus
brazos.
Llegó a la sede de la revista y ya
había conmoción. «Estamos ya a 38 grados de temperatura y todavía no son las nueve»,
le dijo Jairo, el celador, con una toalla mojada en su cabeza calva. El aire
acondicionado daba estruendosos resuellos, pero ya no enfriaba y el tema
obligado de sus compañeros y de la radio, era el ardiente calor que se
sentía y que hacía las cosas pegajosas.
Doña Aurorita, la señora del
aseo y de los tintos, juntó sus manos en señal de oración, cerró los ojos
y volvió a repetirles a los recién llegados: «a las 6:30 de la mañana, cuando
pasé por la fuente que hay en la plazoleta de la Gobernación, el agua hervía como
si fuera una olletada de agua de panela», abrió los ojos y siguió rociando el
piso para refrescarlo con el trapero.
Andrés cada vez se ponía más caliente
y sentía que de su cabeza y sus manos les salía humo. «Necesito que se vaya
para la calle y me haga un informe especial sobre el exagerado calentamiento
del clima de esta mañana, sus causas y consecuencias», le dijo Pablo, el editor
de la revista. Andrés sintió hervores en el estómago, se puso sus lentes
oscuros y una cachucha, y le dijo a Aurorita: «Ahora sí, a ponerle el pecho a
la llamarada del sol», y salió.
La primera víctima que encontró en la
calle fue el almendro de más de tres metros de altura que creció durante años a
unas dos cuadras de la oficina. Su tronco achilado y reseco cogió un color ocre
oscuro y todas sus ramas y hojas amanecieron chamuscadas.
Aplastado por el sol, Andrés caminó
las calles de fuego. A las 12:37 de la tarde no se movía una hoja y las
chicharras no dejaban de chillar. Poca gente se movía en las calles, parecía
que todos se hubieran ido de la ciudad. Ni la brisa quiso salir para no
quemarse.
«Andrés, mijo, busque la sombra
porque el sol lo va a joder», le gritó desde una esquina don Roque, el señor
que vendía dulces, empanadas y limonada cerca de la catedral. No le hizo caso.
Subió caminando hasta el Parque Infantil y encontró a la ceiba agonizando sin
doblegarse, con unas diminutas ramas verde oliva en su tronco. La veteranía de
los años, forjados con tormentas y noches de luna, le permitieron resistir y
morir de pie.
Se sentó en el banco que estaba cerca
de su raíz y pensó que ese era el sitio ideal para escribir su historia.
Digitaba con frenesí sobre el teclado de su computador. A medida que escribía
sentía más y más calor, y de repente una nube de vapor brotó de la pantalla del
portátil y el banco del parque se derritió como pudin de caramelo.
Sentado en el suelo y con su historia
desvanecida, Andrés sintió que sus dedos se quemaban y que su cabeza ardía como
tea de campo petrolero. Sus tenis, que lo acompañaron en tantas andanzas
cotidianas y amorosas, se fundieron con el piso que reverberaba por el sol.
A la 1:47, Andrés tendió su cuerpo
sobre marchitos tréboles y puso los
brazos en cruz, pensó en doña Berta y su profecía, suspiró por Marcela, su
novia, cerró los ojos, le quitó el cerrojo a las puertas de ese infierno que le
vaticinó su vecina, y fundido se quedó…
Sobre e l cuento de la calor de Rubén Dario, el quiere imitar a Gabriel García Márquez, pero sus. Exageraciones son demasiadas y además muy seguidas, para el tema de una película de terror amarillista, o sea q el tema se vuelve cansón y hasta terrorífico, Villao no es asi, quiere infundirle terror a los villavicences ,pa q levendan barato las propiedades y adueñarse de casi todo el pueblo, para después si decir q el clima de Villao es el mejor y q es hora de invertir en Villao pa ganarse la plática fácil , para ver si le funcionaron sus exageraciones chimbas.
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